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Una de las razones, sino la principal, que nos hace dependientes de otras personas, ideas, dogmas o costumbres es la de ser incapaces de estar con nosotros mismos. Es verdad que algunos lo consiguen pero son los menos. A la mayoría nos cuesta un triunfo y lo evitamos utilizando diversas estrategias. Una de las más habituales es el activismo que como todos sabemos viene directamente de la prehistoria. El “homo faber” es el primate que hace, el hombre que utiliza sus manos y comienza a fabricar herramientas y transformar las cosas. Nos solemos identificar con lo que hacemos y cuando conocemos a alguien lo primero que nos interesa saber es a qué se dedica, qué es lo que hace. Socialmente nos etiquetamos por nuestro oficio u habilidades. Lo habitual es que mientras hacemos no tenemos que estar a solas con nosotros mismos, pero ¿por qué nos cuesta tanto?
La respuesta más sencilla es por miedo. Estar con uno mismo nos permite recuperar nuestro presente, atender a lo que hay, a lo que pensamos y sentimos. Estar con uno mismo nos conecta con nuestras necesidades y estas se expresan por medio de emociones que habitualmente consideramos incómodas o directamente indeseadas. Las necesidades se expresan mediante la ansiedad, el miedo, la ira, el asco... al principio con poca intensidad, más adelante, si no son atendidas, con vehemencia. De igual modo que una persona que por diferentes motivos desatienda habitualmente la petición de su cuerpo de ir al cuarto de baño terminará dejando de oír dicha llamada y se convertirá en estreñida lo mismo pasa con una larga lista de necesidades diversas. Por conveniencia, programación cuando éramos niños u otros motivos terminamos arrancando los pilotos luminosos de aviso del cuadro de mando emocional que nos trasmite el estado del motor interno. Terminamos conduciendo a ciegas tras habernos cargado la consola que termina maltrecha, tapada y con muchas luces fundidas o arrancadas.
En ese estado de desconexión surge el malestar, el desasosiego y la frustración. Solemos terminar acusando al mundo y a los demás de ser responsables de nuestras carencias cuando no hemos sido capaces ni siquiera de escucharlas. Por eso es tan común la búsqueda de paraísos artificiales, vías de escape o hiperactividad que nos protege de volver a nuestro propio hogar, a permanecer con nosotros mismos, a escuchar nuestras necesidades. Llegamos a casa y ponemos la televisión, salimos de ella y nos conectamos a unos cascos, caminamos por la calle consultando el móvil, tratando de llenar cada resquicio, evitando los espacios de silencio que inevitablemente nos conducirían hacia nosotros mismos. Tal vez por eso vivamos en uno de los tiempos con más ruido de fondo, con más actividad, con más distracciones. Sin embargo al final nos sentimos vacíos, no conseguimos encontrar lo que nos falta porque caminamos en sentido contrario. Ha de ser la misma vida la que nos termine parando bruscamente mediante una enfermedad, una pérdida o un acontecimiento vital estresante. Llegados a ese punto no podemos seguir escapando. Nos paramos a la fuerza y en un instante sentimos todo el dolor acumulado largo tiempo, toda la necesidad personal desatendida, todo el sinsentido.
Las emociones son valiosas mensajeras, traen siempre noticias de nuestro mundo interior. Es por ello que merecen respeto y acogida aunque en ocasiones su aspecto sea oscuro, amenazante o peligroso. En cuanto son escuchadas montan de nuevo su montura y regresan al galope al mundo abismal del que provienen. Si no lo son merodean extramuros aguardando una oportunidad, tratando de ganar fuerza y notoriedad para asaltar nuestra conciencia esta vez de una forma más oscura, amenazante o peligrosa si cabe.
La inteligencia emocional se ha comenzado a preconizar recientemente aunque siempre ha estado con nosotros. Quien goza de esta cualidad tiene más fácil estar consigo mismo al saber convivir con su mundo emocional de una forma sana y equilibrada. Todos conocemos ejemplos de alguien en nuestro circulo familiar o de amistades cuya serenidad o manejo emocional nos ha llamado la atención. Personas que no reaccionan automáticamente frente a contratiempos vitales que nos harían gritar o patalear a otros. Personas que son capaces de permanecer con emociones duras tras sufrir un duro golpe sin necesitar vomitar su dolor a los cuatro vientos de manera malsana. También conocemos contraejemplos que son mucho más frecuentes.
Acoger emociones no es sencillo. La manera más fácil es hacerlo cuando son pequeñas. Eso implica consciencia, darnos cuenta de cuando surgen en forma de tierna hierba y no cuando con el tiempo devienen en duros troncos espinosos. Necesitamos muchos ensayos y errores. Necesitamos escuchar a los demás para aprender de ellos y valorar cada episodio de acogida y conciencia emocional que podamos ver en otros o en nosotros mismos.
Me da un poco igual que sea una moda, creo que si lo es es una moda necesaria. Aprender a estar con uno mismo es el primer paso para poder estar con los demás. ¿De verdad creen que es posible acoger a otra persona, acoger su mundo emocional, si no somos capaces de acoger el nuestro? Tal vez por esto nos vaya regular a nivel relacional. Los humanos no somos un ejemplo tratándonos a nosotros mismos ni al os animales que nos rodean ni al propio medio ambiente. La buena noticia es que lo más revolucionario es bien sencillo: aprender a estar con uno mismo.