Todo el mundo quiere vivir para siempre. Es un deseo universal que en algunas personas se hace vehemente. En todas las épocas encontramos ejemplos que trataron de hacerse con la gloria, unos pocos lo consiguieron, la mayoría fallaron o cayeron en el olvido. Lo cierto es que los vivientes estamos hechos para el presente y no para el futuro. Más que eternidad lo sensato sería perseguir la presencialidad, avanzar en la capacidad de vivir plenamente el presente. Pocos lo consiguen sin embargo. No es nada fácil encontrase con un ser centrado en el ahora. Lo habitual es que cada cual cargue con sus asuntos, oscilando entre un pasado lleno de culpa y remordimientos y un futuro rico en miedo e incertidumbre. Pasamos muy poco tiempo degustando el ahora y de esa forma desperdiciamos las mejores porciones de la breve vida que nos toca vivir. Por otro lado la conciencia de muerte nos llena de profunda desazón. Saber que tenemos un fin nos condiciona y habitualmente nos llena de miedos. Una de las primeras construcciones culturales del paleolítico fue la explicación de lo que ocurre más allá de la muerte. Los primeros homínidos enterraron a sus muertos con la creencia de que, de alguna forma, seguirían viviendo más allá. La muerte es un mecanismo biológico consecuencia del fallo de sistemas que condiciona la insostenibilidad del equlibrio del sujeto con el medio. La detención del tiempo corporal arrastra las de la conciencia y la identidad. Siempre nos hemos preguntado qué pasa con ellas. A ciencia cierta no lo sabemos pero podemos hacer algunas inferencias más allá de las posiciones más comunes de la nada y la resurrección de la carne. Si en un sistema complejo atendemos a una parte podremos establecer un inicio y un final, pero nunca si atendemos al sistema completo. En la superficie del mar se forman y destruyen millones de olas cada instante, si observarmos cualquiera veríamos que tiene un tiempo limitado de existencia durante el cual evoluciona y se desplaza para luego desaparecer. Desaparece la forma pero sigue siendo mar. La visión humana nos condiciona para atender los fenómenos desde una perspectiva, que si bien es variable también es limitada y condicionada. Desde esa perspectiva reflexionamos y ordenamos nuestra explicación del mundo y de la vida. Es cierto que el cuerpo humano al morir desaparece como tal y sus componentes vuelven a incorporarse a los ciclos vitales del planeta. La conciencia y la identidad desaparecen pero durante su existencia emitieron su luz que alimentó, influyó y modificó su entorno de una manera única. No somos capaces de medir ese influjo ni en tiempo presente ni en futuro pero sí deducir que pertenece a este universo y que tal vez lo que consideramos principio y final dependa de nuestra posición de observadores y nuestra circunstacia.
La reflexión tranquila y la contemplación de la vida y la muerte, de todos los fenómenos que surgen para después marchar es una de las mejores formas que conozco para calmar la desazón que produce la muerte y la enorme sed de eternidad que podemos llegar a desarrollar. Por otro lado tratar de vivir lo más plenamente posible la existencia, teniendo el centro de gravedad en el presente y aceptando aquello que la vida nos vaya proponiendo son también trazas de sabiduría. Las creencias y la fé pueden ser potentes ayudas pero no suficientes, creánme si les digo que he visto morir desazonados a muchos religiosos profesionales. Y por último un apunte esencial respecto a encarar de la mejor manera un desenlace lo constituyen los arreglos de cuentas y las despedidas. Todos sabemos que liberarnos de deudas produce tranquilidad de ánimo. Las que mas pesan son las deudas personales, las cuestiones pendientes, los desencuentros con la gente más relevante para nosotros. Poder estar en paz con ellos nos ayuda a estar en paz con nosotros.
La verdadera gloria se esconde en la contemplación de un amanecer, en el abrazo de la persona que amamos y en la inspiración lenta del que se sabe plenamente presente. Tal vez no nos recuerden o tal vez sí cuando hayamos pasado, que eso no nos limite nuestra capacidad de gozar plenamente el bello río de instantes que llamamos vida.