Grupo de cachalotes en su periodo diario de sueño de 23 minutos. Silencio.
En nuestra sociedad la palabra está sobrevalorada. Desde que nos levantamos hasta que caemos rendidos en la cama, no dejamos de escuchar o leer. Nos bombardean desde televisiones, radios, móviles y ordenadores. En la calle, en casa, en el trabajo... todo tiende a llenarse de frases, conversaciones y ruido.
Nos pasamos el día pensando y pronunciando discursos intrascendentes centrados en mil preocupaciones secundarias. Cuando nos encontramos con un verdadero problema paradójicamente no suele haber nadie para contarlo. Acostumbrados a charlas de perfil bajo, queja fácil y cotilleo a granel, no es nada sencillo formular una conversación profunda. Fallamos nosotros a la hora de crear la correspondiente narración y falla nuestro medio por cuanto es dificilísimo encontrar interlocutores válidos que sepan escuchar en condiciones la misma. Los que tenemos suelen estar ya bastante quemados con nuestro cansino discurso negativo habitual y no solemos atrevernos a machacarles mucho más con asuntos aun más densos.
¿Quién no se ha descubierto alguna vez compartiendo una preocupación personal con un desconocido en un medio de transporte o en un encuentro fortuito? Al haber desaparecido la familia extensa y ser muy exiguas nuestras redes de contactos reales no es sencillo entablar conversaciones de calidad.
A las consultas del centro de salud acude mucha gente para hablar, para contar sus cosas. Hablan con la enfermera o con el médico y explican que están mal, que sufren, que tienen problemas con la hija, con el jefe, con la pareja, con la familia. Nos desgranan su soledad, sus sentimientos de infravaloración y poca autoestima, sus infiernos y sus desesperanzas.
Como respuesta pueden encontrar profesionales acelerados que no tienen tiempo suficiente para escucharles en condiciones, con la sala de espera llena, con agendas interminables, con la cara cansada. O, a veces, con alguien que les hace un poquito de caso, que les dedica un instante de escucha silenciosa sin juicio y que tal vez les sonría y les verbalice su apoyo.
Escuchar es una de las más potentes medicinas que conozco. La he puesto en práctica desde que era niño, tal vez ahí descubrí mi vocación de ayuda. Cualquier persona tiene la potencialidad de escuchar bien, qué pena que se ejerza tan poco. Tan solo se requiere estar plenamente presente y dedicar toda la atención a quien nos habla. Acoger su narración sin juzgarla, como si nos estuvieran entregando un regalo valioso, con la delicadeza del que sabe que está en el sagrado terreno de la intimidad ajena.
Los sistemas educativos priman la expresión oral y escrita pero no la escucha atenta. Los sistemas sanitarios priman el diagnóstico y tratamiento certero pero no la escucha de calidad. En consecuencia nuestra sociedad no escucha bien y con ello salimos todos perdiendo. Alguna vez necesitaremos que nos presten atención, ¿quién lo hará?
Encuentro el punto positivo en el hecho de que al mejorar la escucha ajena nos escuchamos mejor a nosotros mismos y viceversa. Mientras mejor nos relacionamos con nosotros, mejor lo haremos con los demás. Si somos capaces de dedicarnos tiempos de calidad, autocuidados suficientes y atendemos nuestras necesidades más profundas, estaremos capacitados para hacer lo propio con el prójimo.
En tiempos de crisis económica (peremne), más nos vale invertir energía en cursos de acción que no requieran costosas tecnologías o elevados gastos. Apuesto por invertir en escucha a todos los niveles posibles. Imaginen un mundo donde la alta gestión escuche a los profesionales, los políticos a la ciudadanía y los profesionales a sus usuarios. Imaginen un mundo donde nos escuchemos mejor en las familias, barrios y comunidades, en todos los ámbitos, de forma natural y espontánea. Podemos empezar a construirlo hoy mismo, comenzando contigo y con los que hoy acudan a ti solicitando escucha.