He tenido una conversación reciente con una chica joven que se está muriendo. Hacía tiempo que no la veía, sale poco de casa porque le agobia mucho que se le despegue la bolsa de la colostomía. Tras el papeleo burocrático me dijo que además de la colostomía le preocupaban la falta de energía y la tormenta emocional de sentir que se está muriendo. La entrevista fue larga; la escuché con atención varios minutos que me parecieron horas. Una persona que sabe que se muere se lo dice a otra. El momento era muy importante. Alguna lágrima escapó, regando sin saberlo alguna zona de mi reseco corazón. Tras escucharla ofrecí algunas soluciones para las cuestiones prácticas y la animé a contar sus sentimientos, a narrar su historia, de la manera que ella pueda. Finalmente recordé con delicadeza que mi puerta permanecerá siempre abierta. Sentí que marchó algo más aliviada, me regaló una sonrisa y salió despacio.
Al día siguiente una pregunta floreció
¿quién nos ayudará a morir?
He acompañado a muchas personas en sus momentos finales desde mi consulta de medicina de familia. También lo hice una temporada, hace años, trabajando varios meses en un equipo de cuidados paliativos. Mi dictamen es claro:
en España se suele morir mal. Las buenas muertes no son todo lo frecuentes que serían deseables. Nadie habla de ello. La muerte y lo que la rodea se esconde bajo un manto de silencio. Lo cierto es que todos hemos de pasar por ese tránsito, normalmente varias veces en la vida. Primero acompañando a los amigos, familiares o seres queridos que parten. Finalmente viviéndolo en primera persona.
¿Qué nos puede ayudar a morir?
Todo aquello que nos ayude a tener menos miedo.
Nuestros pensamientos o ideas sobre la muerte son muy importantes. No es lo mismo acercarse a esta realidad incuestionable con un algo nivel de agobio que contemplarla tranquilo. Aun así he visto a muchos creyentes o religiosos morir muy agobiados. Las ideas no son suficientes, es necesario sentir. Sentir la suficiente paz o confianza. Lo que sí es cierto es que resulta más sencillo acercarse a la muerte viéndola como un tránsito, un cambio, que como un final absoluto. Si entendemos que antes de nacer existíamos de alguna manera (como feto, embrión, como células sexuales de nuestro padres, como código genético en nuestra familia...) algunos sentirán que seguiremos existiendo de alguna manera tras expirar (nuestra energía no se destruye se transforma, nuestra información genética tal vez siga viva si tenemos hijos, nuestras acciones e ideas permanecerán en cierta manera...). Sea como fuere lo que sí parece razonable es reflexionar sobre esto de vez en cuando aportando conciencia a una realidad que es más sano tener delante de nosotros que reprimida debajo de la mesa.
Contarlo, expresarlo, compartirlo.
Somos seres verbales, necesitamos las palabras para entender el mundo. Es preciso elaborar una narrativa de la muerte. Cada cual la suya personal. Y ha de ser compartida. Durante siglos se compartió con la familia y la tribu. Hoy apenas hay familia y no quedan tribus. Estamos muy solos, y solos morimos mal. No es cuestión de tener multitudes cerca, es cuestión de sabernos arropados, contenidos, guardados por otros. Al verbalizar empezamos a entender, damos forma a los miedos o sombras que nos amenazan para comprobar finalmente que no era para tanto, que lo que nos preocupaba lo podemos contar y al contarlo lo dominamos en cierta manera.
Arreglar los asuntos pendientes
Un amigo me contó que en una experiencia al borde de la muerte, en esos diez segundos en los que ves tu vida, lo peor fue tomar conciencia de los asuntos pendientes y saber que no puedes hacer nada. "Eso es el infierno" me dijo. Desde entonces tiene la costumbre de acostarse haciendo balance para detectar si le queda algo "pendiente". Estos asuntos son de diversa índole, práctica, económica, organizacional... pero los más importantes son afectivos o emocionales y atañen a nuestras relaciones personales. Poder hacer las paces y despedirnos en vida de aquellos que amamos es un privilegio que necesitamos ejercer, por nosotros y por ellos. Esto precisa que nos demos permiso a estar en paz y nos atrevamos a dar ciertos pasos, que en ocasiones pueden ser costosos. Una vez dados siempre merecerán la pena por toda la carga que nos quitan.
Ser asistidos por alguien en quien confiemos.
Cuando de joven roté por obstetricia asistí en una guardia mi primer parto. No hice casi nada. Asistir un parto (sin complicaciones) es meramente eso: asistir. Hay que poner las manos para que la criatura no se caiga y poco más. Dársela a la madre y cortar el cordón.
A la hora de morir pasa lo mismo. No hay que hacer nada extraordinario, tan solo asistir. De alguna manera ponemos las manos en un último contacto y nada más.
Es verdad que durante miles de años las mujeres han parido solas pero también es cierto que muy pronto se organizó algún tipo de asistencia al parto, primero con otras mujeres más mayores, luego con matronas expertas en estas labores. Con el momento de la muerte pasó lo mismo. Primero asistía la familia y la tribu, posteriormente surgieron los chamanes y otros especialistas dentro del ámbito de las religiones. ¿Pero qué pasa si la persona no es religiosa o no encontramos ningún experto en este ámbito?
En las últimas décadas han surgido muchos equipos de cuidados paliativos que están ayudando a que la persona en estado de enfermedad avanzada y su familia ganen calidad de vida y se preparen para el desenlace. En muchos casos también hay médicos de familia y enfermeras comunitarias que se implican con sus pacientes hasta el final. Yo siempre he defendido que la muerte suele ser mucho más llevadera en el domicilio del paciente, rodeado de aquellos que él elija. Pero esta decisión es muy personal. Hay hospitales con excelentes servicios de cuidados paliativos. Conozco bien el del hospital Gregorio Marañón de Madrid y me quito el sombrero. Pero no siempre es así. Morir en una urgencia o en un pasillo no es agradable para nadie. Hacerlo en un rincón de alguna planta sin apenas supervisión tampoco.
Se puede aprender a bien morir
Los seres humanos somos pura levedad pero también tenemos facultades increíbles. Una de ellas es que podemos aprender a bien morir. De hecho lo hacemos desde que somos niños. Cada vez que sufrimos una derrota, una pérdida, una pequeña muerte. Cada vez que soltamos algo que queremos mucho pero la vida se lleva, cada vez que perdemos alguna persona valiosa para nosotros. A lo largo de la vida vamos encontrándonos con muchas narrativas que tienen que ver con la muerte, con la muerte ajena. Desde las novelas donde no faltan muertos, asesinatos y otros decesos hasta las experiencias de personas que se despiden y lo hacen de una
forma ejemplar. En televisión contemplamos miles de muertes cada años tanto reales como ficticias, en el cine, en las series, en todas partes. Curiosamente vemos pocos muertos reales. A los niños se los escondemos no dejándoles entrar en hospitales ni tanatorios, alejándonoles así de una parte importante de la realidad. Esto les hará dificil construir su propia narrativa del asunto. Frecuentamos poco los cementerios, pensamos poco en la posibilidad de nuestra propia muerte. Para aprender a bien morir es necesario empezar a construir una narrativa apropiada desde jóvenes donde integremos que vida y muerte son conceptos hermanos que se necesitan mutuamente. Aprender a mirar con serenidad el arbol seco, el insecto o la mascota muertas o el familiar en el tanatorio son experiencias que irán construyendo en nosotros una narrativa que acepte lo que hay:
la muerte es parte de la vida, la vida es parte de la muerte.
Con este texto tan solo invito a tomarnos un momento para
reflexionar sobre nuestra propia muerte y la de la
gente que nos importa. Necesitamos la muerte para explicar la vida, como la sombra para explicar la luz. La buena noticia es que podemos darnos cuenta de que muerte y vida son dos manifestaciones imbricadas que no podemos separar y transformar así nuestro miedo. Si fuéramos capaces de contemplar o imaginar
nuestra propia muerte ya estaremos dando un paso para vivir una vida menos asustados.