Imágenes de la ilustradora venezolana Laura Facci
De tanto inventar, de tanto llenar la medicina de adelantos científico técnicos nos olvidamos de la creatividad, aquella antigua facultad que tenían los viejos galenos para avanzar con poquísimos medios y buscar soluciones donde aparentemente no las había.
¿Han producido los think tanks sanitarios, unidades de innovación, sociedades científicas, ateneos médicos, reales sociedades de émeritos y demás foros algún elemento de pura creatividad en los últimos tiempos?
No parece fácil medir la creatividad, por más que las palabras innovación, futuro, tecnología y cambio de paradigma estén en boca de todo aquel que se autodenomina experto.
Uno de los problemas que tenemos hoy es el exceso de medios. Todo el mundo lleva un ordenador de pequeñas dimensiones y gran capacidad en el bolsillo con cientos de programas, cámara y demás sensores. Todo el mundo está conectado vía internet con cientos o miles de colegas, foros, redes sociales y demás. En los ambientes sanitarios hospitalarios hay complejas y caras tecnologías detrás de cada puerta, sofisticados tratamientos, adminículos imposibles y múltiples sofismas. ¿Es posible crear entre tanto objeto, entre tanta tecnología? Unos dirán que sí argumentando que es necesario disponer de ambientes sobrecargados en estos elementos para favorecer el proceso creativo. Me permitirán que lo ponga en duda. Probáblemente tan alienado esté el prestigioso especialista que impulsa una unidad de innovación como mi pobre bisabuelo pasando consulta a sus pacientes montado en su caballo. El exceso de opciones como la exiguidad de estas son limitantes cerebrales como ya han demostrados los excelsos psicólogos de moda.
Uno de los problemas de fondo de nuestros sistemas sanitarios es que seguimos abordando de forma simple la complejidad creciente de nuestro pacientes. Seguimos manejandonos con dialécticas dicotómicas al enfrentarnos a la salud-enfermedad, los diagnósticos y los tratamientos, en los que polararizamos nuestro pensamiento en opuestos. Usted está enfermo o está sano, se va a hacer esta prueba o no se la va a hacer, se tomará este tratamiento o este otro. De este modo no contemplamos la escala de grises, no vemos que es posible estar un poco enfermo o muy enfermo, no vemos que la indicación de esta prueba depende en mucha parte del paciente más que en la guía clínica que tenemos encima de la mesa y con los tratamientos más de lo mismo.
Tal vez el quid de la cuestión no se base únicamente en la ascendente curva tecnológica y su ley de Moore. Tal vez precisemos rescatar la facultad de la creatividad aplicándola a cada interacción humana entre profesionales sanitarios y pacientes. Entre otras cosas porque los procesos que puedan ser automatizados y tecnificados pasarán a manos de robots y máquinas más pronto que tarde. El mayor valor añadido que se le puede aportar a un paciente pasa por la solución a sus problemas (que puedan ser solucionados) y el acompañamiento en aquellos que no lo puedan ser, la potenciación de los autocuidados así como en descubrir junto a él las líneas de promoción de la salud que se ajusten más a su realidad y circunstancia. Hace falta mucha creatividad clínica dado que no hay dos personas iguales, por mucho que los protocolos que tratan de dominar la moderna medicina se empeñen en decirnos desde que sale el sol hasta el ocaso.