lunes, 28 de noviembre de 2016

Nadie quiere sufrir

Berlin - Neue Wache 04
Foto de  Daniel Mennerich





Nos asombramos del sufrimiento humano, nos parece increíble que sea tan generalizado e incisivo. Nos parece que está demasiado cerca mientras la ansiada felicidad gusta de mantenerse alejada y escondida. Lo que de verdad debería sorprendernos es que todo depende de la interpretación que hagamos de la situación que tengamos delante o estemos pensando. Y esa interpretación es personal, subsidiaria de ajuste. La psicología moderna nos ha dejado claro que hay mucho por hacer para ajustar este filtro personal. Lamentablemente seguimos sufriendo por muchos libros de autoayuda que leamos o terapias a las que acudamos. Parece que ajustar este interruptor no debe ser tan fácil. 

Todos nos hemos enfrentado alguna vez a un ordenador bloqueado y hemos terminado apagándolo a las bravas para conseguir resetearlo. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con nosotros mismos? En primer lugar porque no tenemos un botón de encendido, por lo menos a la vista. En segundo porque no suele ser suficiente, por la noche todos nos apagamos pero volvemos a despertar sumidos en el mismo desespero con que nos fuimos a la cama. Y en tercero porque el funcionamiento cerebral es recursivo y para escapar de un bucle de pensamiento o preocupación necesita determinadas conductas, suficiente tiempo o determinada medicación.

Hay muchas propuestas para evitar o por lo menos reducir el sufrimiento humano, la interpretación dolorosa de lo que nos sucede. Unas son rápidas otras lentas, unas tienen efectos indeseables otras son del todo seguras. Por poner dos ejemplos extremos citaremos la conducta de ahogar las penas en alcohol, muy frecuente por cierto pero terriblemente peligrosa por su potencial adictivo. Por otro lado la de refugiarse en la meditación tranquila, un curso de acción lento pero que no genera daños. A lo largo de la vida cada cual va desarrollando sus propias estrategias aprendiendo de la conducta de los demás y aplicando iniciativas a la propia. Por ensayo y error terminamos adquiriendo ciertos perfiles de defensa frente a la adversidad que según sean nos protegerán mejor o peor frente a la misma. Cuando nos fallan solemos acudir a nuestra familia y amigos por ayuda y consuelo, en otras ocasiones terminaremos yendo a algún profesional. Lo cierto es que estos mecanismos de resiliencia son fundamentales y van mejorándose con el tiempo y la experiencia. La formación, lectura y reflexión sobre el tema, el autoconocimiento y el diálogo de calidad con otros son formas de superación que podemos añadir a las meras enseñanzas de la vida. Merece la pena esforzarse, dado que los inconvenientes son inherentes a la propia existencia. 

¿Cómo nos relacionamos con la adversidad y el sufrimiento? ¿Qué estrategias tenemos? ¿Solemos escapar, negar o afrontar? ¿Tenemos algún ejemplo que nos resulte de referencia? Reflexionar sobre estas cuestiones nos puede permitir darnos cuenta de aspectos importantes de nosotros mismos. No es necesario esperar a una tormenta vital para hacer un repaso a nuestros paraguas. Cuando escuchamos a alguien cercano atribulado por una dificultad ¿qué lecciones extraemos de dicha situación?, desde fuera de la barrera es fácil aconsejar ¿tenemos el valor suficiente para no hacerlo?

Nadie quiere sufrir, nosotros tampoco. Por eso es inteligente darse cuenta de que aunque no queramos es algo inevitable en el mundo que habitamos. Mejorar nuestras capacidades de adaptación nos ayudará y permitirá ayudar a los demás. Merece la pena considerar la cuestión.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Es la vida, no una enfermedad.



Uno de los factores que más daño está haciendo al sistema sanitario no son los recortes derivados de la crisis (que también). Hay algo mucho más pernicioso. Cada vez que acudimos por un sufrimiento derivado de la vida estamos acudiendo al sitio equivocado. ¿Qué pasaría si cuando como adultos tuviéramos una duda de gramática acudiésemos todos a preguntar al instituto o colegio más cercano? ¿o si cuando el marcador de combustible de nuestros vehículos marcara bajo acudiéramos a solucionarlo a un todo a cien? Tal vez me digan que tiene que ver el culo con las témporas y les responderé que para cada cosa hay un lugar.

Un porcentaje alto de los motivos de consulta que lleva a los ciudadanos a los sobrecargados centros de salud son problemas derivados de la vida para los que no hay una solución médica o un tratamiento químico. Problemas laborales, de pareja, de soledad, de convivencia, situaciones de paro de larga duración, de finanzas familiares bajo mínimos, de sobrecarga por cuidar a unos hijos o a unos padres mayores. Pérdidas de trabajo, de alguna persona querida, de alguna capacidad o habilidad. Y combinaciones aleatorias de todos los anteriores y los que nos podamos dejar en el tintero.

La gente sufre (sufrimos) de manera notoria. En la vida hay momentos en los que se pasa francamente mal. En otros tiempos uno recurría a contárselo a alguien de confianza, a buscar consejo en alguna persona sabia o mayor de referencia o se consultaba con algún sacerdote. Era común apoyarse en la familia nuclear y en la extensa, en los buenos amigos y en la comunidad cercana. Se lloraban los problemas, a veces se cantaban y otras se contaban. Se dejaban correr y la vida, que es muy sabia, terminaba poniendo las cosas en su sitio y cicatrizando las heridas.

Hoy queremos la solución a toda costa y además de manera inmediata. Queremos la pastilla que nos quite la angustia, el agobio, la desesperanza y el sinsentido. Buscamos el remedio que recomponga nuestra situación laboral, nuestras finanzas o la maltrecha situación de nuestra pareja. Y como la ciencia avanza que es una barbaridad y además tenemos un sistema sanitario “de los mejores del mundo”, pues nos damos una vueltita por el ambulatorio para ver si el galeno se enrolla y nos prescribe algún bebedizo proverbial .

Por mucho que el facultativo empatice con nosotros y nos escuche con paciencia poco podrá hacer para arreglar la situación con nuestro jefe, o aliviar el dolor por la pérdida de nuestro padre. Como mucho podrá decirnos que no tenemos una enfermedad y que en ocasiones la propia vida duele como ellas. Como mucho nos podrá acompañar en el sentimiento y darnos alguna pista para que busquemos alivio expresándolo y dejándolo correr. Pero no tendrá ni el tiempo necesario para hacernos psicoterapia ni dispondrá de la varita mágica que le permita aliviarnos del peso de la vida.

Aunque no lo crean el Sistema Sanitario no tiene elaborado un protocolo para abordar los motivos de consulta derivados de los problemas de la vida corriente. Tampoco es un tema que se hable en exceso en los congresos ni para el que los profesionales sanitarios se formen especialmente. Suele ser más común quejarse en la salita del café de dichas consultas que agobian las agendas y aturden a los profesionales en lugar de tratar de buscar una manera mejor de manejarlas.

El dolor es una potente fuerza que favorece el movimiento. Nos impulsa a buscar soluciones y a acometer cambios. Cuando es producto de las circunstancias de la vida,, pese a no ser deseado, deberíamos reconocerle un sentido y una dignidad. Una persona que sufre merece apoyo y consuelo. Merece ser bien recibida y atendida acuda donde acuda, pero si lo hace al sistema sanitario será fundamental orientarla y explicarla, si fuera el caso, qué es la vida y no una enfermedad. Que probablemente tenga otras opciones para desahogarse y otros cursos de acción para arreglar su situación.


lunes, 21 de noviembre de 2016

Queja y gratitud


Gratitude
Foto de  Viewminder



El blanco se enfrenta al negro como el frío lo hace con el calor. Desde la alta antigüedad hemos entendido que el universo estaba constituido por opuestos. Fue bastante más tarde cuando nos dimos cuenta de que lo aparentemente opuesto no era más que un continuo de la misma variable que la ciencia se encargo de medir y cuantificar.

 Hoy me gustaría considerar una variable que todos incluimos en nuestra vida y que es responsable en gran medida del color de los cristales con los que miramos el mundo: la gratitud.

Una gracia es algo inmerecido que recibimos gratis, sin que se nos pida nada a cambio. Aquellos que reciben muchas pueden considerarse afortunados y los que no reciben ninguna desdichados. La cuestión radica en el nivel de atención, para recibir una gracia es condición imprescindible darse cuenta. De este modo para Diógenes era una gracia recibir el sol que Alejandro le ocultaba con su sombra, cuando para el segundo el sol significaba poco. En el relato la virgen María asume su inesperado embarazo como gracia mientras otras muchas mujeres tal vez lo considerarían desgraciado. Podemos poner incontables ejemplos pero creo que entenderán a dónde quiero ir. Un vaso de agua a la mitad será interpretado por unos como medio lleno y por otros como medio vacío, una misma situación será merecedora de gratitud para unos y de queja para otros.

Gratitud e ingratitud conforman un eje vital cuyos lados señalan respectivamente hacia la felicidad y la infelicidad. A mayor gratitud mayor sensación de plenitud y dicha, a mayor ingratitud mayor sensación de carencia, insatisfacción y queja. Viene bien recalar un instante en este hecho habida cuenta que vivimos tiempos donde somos de gatillo fácil en cuanto a queja se refiere. Nos quejamos del gobierno, del tiempo, de que nuestro equipo de fútbol pierda, de la crisis, del paro, de lo poco que se nos reconoce en el trabajo. Nos quejamos de nuestra pareja, familia, amistades y entorno, de que sea invierno o sea verano, del sabor del plato que tenemos delante, de tener un coche no suficientemente bueno, de no tener tal o cual cualidad física o psicológica. La queja nos lleva lejos de nosotros al terreno de la insatisfacción, un pantanal donde es fácil hundirse en el barro de la ingratitud y la desazón. Nuestras vidas, por muy fuertes y sanas que sean, alguna vez han quedado atoradas en esta negra ciénaga capaz de detener comunidades enteras y sumergirlas en el húmedo barro de la desesperación.

Hay muchos que hacen caja con la queja y la ingratitud. Cada año nos gastamos millones en cirugías estéticas, en productos cosméticos, en artículos de alta costura y complementos para aparentar. Nos gastamos fortunas en bienes de consumo que nos distingan del resto, mientras seguimos caminando con la boca llena de quejas que esos mismos bienes no consiguen mitigar. Aunque compremos el coche último modelo este queda anticuado al poco tiempo, aunque nos operemos una parte del cuerpo siempre habrá otra que nos disguste.

La gratitud tiene la virtud de ser una facultad bastante barata. Solo pide conciencia, solo pide darse cuenta de que el vaso está lleno hasta la mitad, ergo hay agua en el vaso capaz de calmar nuestra sed. La gratitud reconoce lo que hay y se da cuenta de que lo que hay está bien. Es un regalo inmerecido,  capaz de producirnos un bien o de enseñarnos algo. Mientras más gratitud albergue nuestro corazón menos queja cabrá en el pecho al ser mutuamente excluyentes. Si nos diéramos cuenta mediríamos más lo que sale de nuestra boca. La queja contamina cuando es excesiva al llevarnos a una ciénaga de protesta e insatisfacción donde es fácil quedarse trabado. Si hemos participado alguna vez en una charla de café sabemos que es así, salimos de la misma con barro pegajoso hasta las cejas.

La televisión y los medios de comunicación son eficaces transmisores de la queja. Las tertulias, las noticias, los dramas de las series están inflamados con queja permanente que salpica a nuestros hogares. Por cada acto de gratitud que vemos tenemos que tragar docenas de quejas de todo tipo y pelaje. ¿Cómo no vamos a quejarnos si todo el mundo lo hace? Se imaginan que en un telediario se dieran las gracias a cualquier presidente del gobierno, que en una tertulia se agradeciera el punto de vista del otro tertuliano, que en una serie los protagonistas agradecieran la dicha de estar juntos o de recibir la brisa en la cara. Veo muchas caras escépticas, efectivamente la felicidad no vende porque no es interesante. Seguiremos pagando por ver insatisfechos e infelices que nos recuerdan que a fin de cuentas tampoco estamos tan mal.


Es necesario decir basta y decidir cómo queremos ver el vaso de nuestra vida, decidir si queremos ver el agua que contiene y disfrutar hasta la última gota de la misma  o sentarnos a un lado del camino con nuestra salmodia de queja a la espera de la limosna de alguien que nos las quiera escuchar.

A nivel psicológico es importante aportar una higiene diaria tal y como hacemos con el cuerpo. La gratitud nos lava del barro y las manchas de la queja. Una pizca de gratitud, una pizca de conciencia de las gracias del dia, es capaz de transformarlo enteramente. No es frecuente que psicólogos, médicos y profesionales sanitarios receten gratitud, visto el poder que tiene, lo barato del remedio y el bien que hace tal vez deberían reconsiderar la posibilidad.





viernes, 18 de noviembre de 2016

Hacer (ejercicio) o Ser (movimiento).



Desde pequeñitos hemos oído la recomendación de hacer ejercicio. Es bueno para la salud, nos decían. Sin embargo a algunos niños les gustaba y a otros no. Todos se lo pasan bien jugando pero el tipo de juego es muy variable y depende en parte en la personalidad de cada cual. Hay pequeños que no paran un instante y su movimiento es incesante, otros son más tranquilos y pueden permanecer ratos largos jugando sin moverse o contemplando hormigas.

Lo que ha variado es la presión sedentaria que ejercemos sobre ellos. Entre las horas de escolarización obligatoria (casi todas sentadas) y las que pasan en casa sentados, viendo televisión, haciendo tareas o jugando videojuegos en sus pantallas, el tiempo de juego libre y movimiento ha quedado bastante reducido.

Esto es importante porque afecta en relación directa a los adultos que algún día serán el devenir de aquellos niños. A medida que uno gana años se suele mover menos. Por una parte los movimientos y rutinas se automatizan siguiendo una ley de economía energética que siguen todos los seres vivos. Por otro lado la sedentarización adulta es mucho más intensiva: largas jornadas laborales, largos trayectos al trabajo, uso intensivo del transporte privado, ocio fundamentalmente sentado. Y si miramos a los más mayores el panorama de actividad física es desolador. Cada vez se mueven menos y en edades avanzadas la inmovilidad es casi absoluta, yendo de la mano de un gran nivel de deterioro físico.
El problema es que en una sociedad hiperactiva solemos estar agotados de hacer tantas cosas. Si encima el médico nos dice que hay que hacer más ejercicio, le decimos que sí cuando pensamos por dentro que no. No nos es posible meter más actividad en una jornada que nos deja habitualmente agotados, que nos exprime hasta la extenuación, que nos hace llegar a casa por la noche casi arrastrándonos.

Tal vez podamos cambiar la perspectiva y dejar de proponer más actividad, más ejercicio. ¿Sería posible cambiar el verbo Hacer (ejercicio) a Ser (movimiento)? Esto implicaría tomar conciencia de cómo estamos de forma física, de cuánto nos movemos o dejamos de hacerlo, de cuántas horas a la semana pasamos sentados. Nos permitiría imaginar cómo y dónde podríamos mejorar nuestro movimiento. ¿Sería posible movernos más en el trabajo, subir más escaleras y usar menos ascensores, caminar algo más, salir al campo? O tal vez aprender a levantarnos algo más de la silla en nuestro tiempo de ocio.

La sociedad necesita tomar conciencia del problema de gran sedentarismo que padece. También el sistema sanitario debería modificar el modo en que orienta y anima a sus usurarios para equilibrar su grado de actividad. Seguir aconsejando el hacer ejercicio sin personalizar el consejo y acompañar de una manera más dinámica y eficaz no lleva a ningún sitio. Y por supuesto cada cual habría de mejorar su autocuidado, lo que implica recordar que como seres vivos somos movimiento.


Un excelente experto en artes marciales aconsejaba hace años: “Be water my friend” (sé agua mi amigo), tal vez merezca la pena jugar con las palabras para volver a ser movimiento.


lunes, 14 de noviembre de 2016

La pastilla de la felicidad

 Dia 90: Felicidad artificial
Foto de  Angel Arcones




Los antiguos alquimistas buscaban la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud. Hoy seguimos buscando. En lo profundo de nosotros habita un anhelo por encontrar la pastilla que nos dé la felicidad liberándonos de todos los problemas. Rápidamente surgen ávidos vendedores que nos proponen el remedio: "tome esto para tener deseo", "beba esto para no sentir esas desdichas", "aquí tiene la pócima para ser más bella", "con esto se le agrandará esa parte del cuerpo o disminuirá aquella otra"...

El problema es que los fármacos tienen efectos secundarios. Todo tiene un coste, a veces muy alto.

Antes de tomar un medicamento tanto profesionales como pacientes deberíamos preguntarnos dos veces si es del todo necesario.





sábado, 12 de noviembre de 2016

Los cuatro jinetes del apocalipsis personal.





Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Foto de  ana m.


Si tuviéramos que renombrar a los cuatro jinetes del Apocalipsis en nuestras vidas ¿a quién elegiríamos? Sin menospreciar los originales, a nivel personal tal vez yo apuntaría a otro cuarteto bien conocido: la soledad, las emociones mal gestionadas, el bloqueo o sinsentido y la inconsciencia.

Admito que puede haber variaciones según la cultura, la comunidad y la persona pero me centraré un momento a analizar a este siniestro cuarteto que a mi juicio ocasiona enorme dolor, sufrimiento y enfermedad. En primer lugar la soledad es uno de los mayores óxidos sociales producido por el ritmo de vida, el culto a la hiperproductividad y la destrucción de las redes familiares y comunitarias tradicionales. Lo sufren niños, adultos y ancianos, no respeta ni a madres recién paridas ni a brillantes ejecutivas, tampoco a excluidos o estudiantes. Un telón de ruido de fondo trata de maquillarla y ocultarla a la vista. Las pantallas nos llenan de imágenes que evitan tomar conciencia de la realidad: estamos solos. Pese a ello nos afanamos en una tempestad de movimientos que agita nuestros miembros y agota nuestros cuerpos. Por mucho que corramos no llegamos antes a ningún sitio, no logramos escapar de ese páramo enorme llamado soledad. Niños y ancianos tal vez sean los más vulnerables, los que más televisión tienen que ver para anestesiar esta realidad, los que más abandonados están, unos sometidos a agendas de adultos cargadas de innumerables actividades, otros abandonados a su suerte con mínimo contacto con otras personas o institucionalizados en residencias que son aparcamientos macilentos. Tenemos teléfonos, móviles inteligentes, ordenadores y aparatos pero nunca habíamos hablado tan poco con los demás, nunca las conversaciones habían sido tan insustanciales, tan poco alimenticias. Hay mucha hambre social, hambre de comunicación de calidad, de contacto físico, de calor humano. Hemos creado instituciones frías como los sistemas educativo, sanitario, o cualquier servicio administrativo que imaginen que dan soluciones parciales pero no contacto o compañía. Los mayores terminan yendo al centro de salud porque no tienen a nadie más que los escuche, paradójicamente los niños también, porque sus madres no tienen quien las escuche. Muchos acaban con pastillas que no necesitan o metidos en circuitos sanitarios que no llenarán su necesidad de compañía, es lo que hay, aparentemente no hemos conseguido crear nada mejor.

Las emociones mal gestionadas son otra fuente de desdicha. Son muchos los que caminan intoxicados por el miedo, la ansiedad, el agobio o la tristeza. Muchos los que tuercen el gesto llenos de asco, preocupación o desazón rumiando los mismos pensamientos que producen los mismos sentimientos. Solemos ser más amigos de la queja que de la gratitud y nos pasamos horas viendo o participando en tertulias amargas que ponen de vuelta y media al gobierno, al jefe, a nuestra pareja o al equipo de fútbol. Llegamos a casa por la noche totalmente cubiertos del negro hollín del miedo crónico o la angustia perenne y en lugar de lavarnos nos metemos en la cama de esa guisa para seguir soñando oscuramente. Cada cual aprende en su infancia a gestionar las emociones. Lo hace viendo a sus mayores y sufriendo en sus carnes eso que llamamos educación. Algunos consiguen llegar a adultos con un grado aceptable de gestión emocional, lo más común es que arrastremos taras cuando no directamente discapacidades. No suelen ser evidentes en un primer vistazo pero según la carga de dolor que arrastremos es fácil adivinar que algo no marcha bien en el universo emocional de cualquier persona. Podemos tolerar cualquier emoción, incluso cualquier dolor. Lo que no es posible es hacerlo eternamente. Cuando la gestión emocional no permite el alivio de dichas emociones, no las da curso, estas se atascan y bloquean. En este se transforman en el siguiente jinete.




--> Lo he denominado bloqueo o sinsentido porque tiene ambas caras. El bloqueo puede ser mental o emocional, aunque con frecuencia incluye a ambos. En un ordenador se produce cuando el sistema genera una división por cero cuyo resultado es descorazonador para la máquina, que se queda colgada no permitiendo operar con ella. En nuestro caso son determinadas situaciones externas las que nos consiguen bloquear, circunstancias que superan nuestra capacidad de cálculo y nos dejan en outside, fuera de juego. También suele ocurrir que una determinada cadena de eventos nos lleve a esta situación o tal vez que una mala gestión emocional termine bloqueando las capacidades de pensamiento o relación por sobrecalentamiento. Entramos en bucle y no conseguimos salir de nuestro asunto, de esa preocupación que da vueltas en el interior de nuestras cabezas como en una loca lavadora empeñada en centrifugar con todas sus fuerzas. Terminamos sintiendo mareos, insomnio, agotamiento físico o cualquier otra incomodidad que tuerce si cabe un poco más nuestra ya maltrecha expresión. El sinsentido es la otra cara del bloqueo, perdemos la referencia y la orientación comenzamos a andar en círculo o nos quedamos clavados en el sitio. Si sentimos que la vida carece de sentido dejamos de movernos, dejamos de avanzar. Generamos un pozo del que no es fácil salir al no poder los demás echarnos una mano, cuando uno cae en su propio pozo interior solo puede salir él mismo. Desde fuera es visible pero no nos es posible bajar y señalar la salida no siempre es útil a alguien que mantiene sus ojos cerrados por la razón que sea. 

El último jinete apocalíptico personal es el más invisible de los cuatro lo llamaremos inconsciencia y es tan frecuente que no se suele caer en él. Es posible llevar vidas aparentemente normales con sus correspondientes rutinas, pagar los correspondientes impuestos y cumplir las correspondientes obligaciones. Es posible acudir regularmente a un trabajo, tener unos hijos a cargo o ser incluso un miembro respetable de la comunidad. Es posible hacer todo lo anterior de manera inconsciente, automática, carente de atención. De echo es la manera más frecuente de hacerlo. Permanecemos la mayor parte del tiempo pensando, produciendo un parloteo interior que consume la llama de nuestra atención. Terminamos funcionando en modo automático grandes partes del día que sumadas a las ocho horas de sueño y las dedicadas al móvil, la tele, la consola o el ordenador hacen que quede poco para darnos cuenta de nada. Al funcionar en  modo inconsciente no conseguimos atender nuestros pensamientos valiosos o nuestros sentimientos. No nos damos cuenta de qué necesitamos ni hacia dónde queremos ir. Este jinete nos lleva de nuevo con los otros: terminamos desatendiendo y gestionando mal las emociones, terminamos solos, terminamos bloqueados.

El apocalipsis personal no es una situación de grandes explosiones, enormes llamaradas, sirenas y espectáculo. Suele ser más bien como una lámina metálica cubierta de óxido que empieza a agrietarse y a mostrar orificios de herrumbre. Un desmoronamiento, un final oscuro y silencioso. La degradación humana nos convierte en Minotauros o zombies, monstruos que perdieron su humanidad y han de vagar por laberintos oscuros tratando de alimentarse de otros semejantes a los que no hay más remedio que devorar. Muchos salen ganando con esto. Es fácil venderle cualquier cosa a los desesperados que tratan de comprar su libertad en un mercado que les da todo menos lo que necesitan: lucidez.

No me considero ninguna lumbrera pero tal vez convengan conmigo que aventar a estos cuatro jinetes está al alcance de cualquier niño. En primer lugar un pequeño que sienta soledad saldrá a buscar compañeros de juego y si no los encuentra los inventará y jugará con ellos. En segundo lugar si un niño siente una emoción difícil tenderá a expresarla como pueda, tal vez con lloros y rabietas, tal vez de manera incorrecta, pero la dejará salir y de ese modo ser liberará de su carga. En tercer lugar si la niña termina bloqueada seguramente consiga reiniciarse mediante la sorpresa o simplemente al volver a jugar o a alegrarse con alguna compañera y finalmente si se despista con la televisión más de lo necesario terminará aburrida y volverá a jugar con cualquier cosa.

Sembrar relaciones de calidad, formas respetuosas de manejar nuestras emociones, valores que nos proporcionen sentido y prestar atención a lo que hacemos, son las mejores formas de alejar de nosotros la soledad, la mala gestión emocional, el bloqueo y la inconsciencia. Cada cual va configurando su modo de hacerlo y son las caídas las que nos facilitan el aprendizaje, son los errores los que nos dicen por donde caminar. No solemos aprender por lo que nos dicen sino por lo que descubrimos al caernos. De ese dolor podremos extraer el aprendizaje necesario para dar el siguiente paso, eso lo dota de un enorme valor, de un enorme sentido. Por eso no pretendo ofrecer soluciones sino tan solo señalar por dónde quizá podamos encontrarlas. Han sido muchas las voces que lo han tratado hacer antes que yo, casi todas coinciden en la importancia del camino. Cada paso cuenta, si es dado con plena atención será más probable que sea firme y no caiga en trampas ni terraplenes, si es dado con otros seguramente nos ayudará a llegar más lejos.
 





jueves, 10 de noviembre de 2016

El laberinto humano


-->laberintoFoto de  AsaPeka


 

No queremos problemas. Les cerramos la puerta. No queremos más preocupaciones, más conflictos, más sentimientos incómodos, tenemos demasiados y no sabemos qué hacer con ellos. Al final estamos construyendo una sociedad de puertas cerradas donde la novedad, lo inesperado y el cambio no son bienvenidos. Una sociedad que tiende al aislamiento y a la soledad de sus miembros al disminuir las interacciones sociales reales (sustituidas por las virtuales), al evitar el contacto con desconocidos, al primar lo individual frente a lo colectivo.

Cada vez hay más hogares donde solo vive una persona, cada vez se valora más la posibilidad de no convivir y cuando la convivencia es forzada a minimizarla al máximo. Bienvenidos a la república independiente de mi casa, o de mi habitación, pero por favor no molesten y sean breves en su visita. Los hijos se encierran en sus habitaciones evitando las zonas de la casa de encuentro y vida familiar, las parejas se encierran en sus horarios laborales y al llegar a casa se enrocan en el sofá mirando una televisión que evita las zonas de diálogo y  necesaria confrontación. Los padres se encierran en un hiperactivismo convulso que les deja inanes al final del día convertidos en una especie de zombi con la cara torcida y pocas ganas de jugar, a tenor de lo que observan sus pequeños.

Por otro lado no sabemos lo que queremos al haber cerrado también la puerta a nuestras emociones. Acogemos solo las placenteras, la alegres, las felices, dejamos fuera todas las demás que son precisamente las que nos avisan de como van las cosas por dentro, de qué zonas internas piden atención y mantenimiento, de qué necesitamos realmente. Nos pasamos la semana poniendo barniz a la puerta para no tener que abrirla y mirar dentro. Nos regalamos objetos de consumo, experiencias, audiovisuales y toneladas de información pero no la mínima conciencia que permita abrir la puerta emocional que ventile una bodegas que rezuman tanta humedad que descompones sus paredes.

Al ser altas las murallas, al estar candadas las puertas, la posibilidad de encuentro disminuye. La vida nos busca pero no nos encuentra. Mientras cada cual grita y llora desde lo alto de su almena lamentando que tanta vida quede fuera de su alcance. ¡Pero no nos damos cuenta de que hemos sido nosotros los que la hemos dejado fuera!

El gran problema que esto causa es que al final nos da igual lo que pase fuera de nuestro territorio, fuera del piso, de la habitación o del sofá. “Como yo estoy herido y la vida no me da lo que necesito que se joroben los demás”, cerramos con más fuerza la puerta y seguimos quejándonos por los rincones. “Por mi que paren el mundo, todo me da igual” y de esta manera pasamos de la comunidad de de vecinos, del barrio, de la política y de todo lo que pueda implicar nuestras participación. Terminamos sufriendo una soledad que nos derrota al convertirnos en una caricatura de nosotros mismos, seres plenamente sociales que se construyen en comunidad y se definen y dan sentido gracias a la interacción social, a la comunicación y a caminar con lo diferente. Nos convertimos en Minotauros.

Las ciudades y la entera sociedad se han transformado hoy en intrincados laberintos. Tanto muro, muralla, tanta puerta, reja y puente levadizo han convertido calles y plazas en laberintos y mazmorras que contienen infinidad de monstruos. Nos vendrá bien recordar que el rey Minos en su tiempo decidió construir un gran laberinto para proteger el horror. Lamentablemente esto tiene un elevado coste dado que el horror se ha alimentado siempre de carne humana fresca. ¿Qué hubiera pasado si Teseo se hubiese encontrado un millón de Minotauros en la isla de Creta? ¿Qué pasaría si levantara la cabeza y viese que hemos transformado el mundo en un enorme laberinto?

Lo sorprendente es que un laberinto deja de ser tal cuando las puertas y ventanas se abren. Basta este sencillo gesto para volver a conectar la habitación con el resto de la casa y la casa con el resto del barrio. Para traer de nuevo la luz a los pasillos y convertir las mazmorras en salas. El laberinto es lo opuesto al palacio, lo cerrado en sí mismo versus lo abierto a la luz y al placer.  Un Minotauro deja de ser tal cuando sale del laberinto, cuando deja de necesitar devorar inocencia y frescura al encontrarla fuera, en la propia vida.

Para abrir la puerta a veces basta con apagar la tele, con dejar el móvil en el cajón, con quitarnos los cascos. Comenzamos entonces a escuchar los pájaros, a notar la brisa alrededor y a ver la luz construir cada hora del día. Basta con fijarnos en quien tengamos al lado, basta con preguntarle cómo está y escuchar su respuesta en sus ojos. Es suficiente con respirar profundo y sentir cómo palpita el propio corazón, como el tiempo nos atraviesa y nos lleva de la mano cada paso que damos.

Todos los mitos griegos siguen dentro de nosotros y si miramos bien los veremos enfrente. Por eso es tan importante detenerse y pensar, ayudarnos de la reflexión y la generosa conversación para tomar conciencia de que si caminamos con una venda en los ojos terminaremos dando vueltas. Para alcanzar cualquier destino necesitaremos una mirada larga capaz de ayudarse de puntos cardinales. Esa mirada es la misma que los niños nos regalan cuando juegan. Para ellos no existe nada más que el paso que dan ese momento, es ahí donde se esconden las respuestas, absolutamente todas.




miércoles, 9 de noviembre de 2016

Rupturas, populismos y salud








Asistimos boquiabiertos a una realidad que nos supera. La salida del Reino Unido de la Unión Europea, la situación de desgobernanza española, la elección de Trump como presidente... ¿Qué será lo siguiente?

Lo cierto es que la solidez de las instituciones y de la cultura parece desvanecerse ante la realidad de una humanidad globalizada que ha hecho saltar los memes tradicionales sin que parezca que tengamos otros a mano. No es fácil adaptarse a esta nueva realidad líquida ni en la salud ni en la enfermedad. De hecho cada vez pareciera que nos sentimos más enfermos a pesar de que los indicadores objetivos digan lo contrario. Cada vez usamos más medicamentos y servicios sanitarios siendo los sanos los que colapsan los mismos desplazando a los verdaderamente enfermos.

Necesitamos sentido, necesitamos comprender. Y no encontramos dónde agarrarnos, no hay referentes válidos a la vista, ¿o tal vez sí? Quiero creer que están precisamente delante de nuestras narices. El problema es que no conseguimos reconstruir una base filosófica que los sostenga. El derrumbamiento del humanismo nos ha dejado nuevamente huérfanos, tras la orfandad de dios que trajo la modernidad.

Es normal que pese a todos los adelantos y conquistas conseguidas haya un enorme fondo de malestar. La gente tiene pan y circo pero carece de sentido y sin este caminará rabiosa y se sentirá mal. En consulta detecto con frecuencia esa hambre existencial, esa ausencia de respuestas, de confianza, de fe. Y para esto no hay antidepresivo ni pastilla que valga.

Llevo días diciendo que Trump ganaría las elecciones americanas. Es verdad que no era complicado, tenía un 50% de probabilidades de acertar. También llevo tiempo diciendo que la gente se siente sola, desdichada y enferma cuando no consigue encontrar un sentido en su vida que dignifique la misma. Nos agarraremos a un clavo ardiendo si sospechamos que tras una decisión, votación o mensaje se esconde una remota posibilidad de encontrarlo. Eso hará que nos toque ser espectadores de grandes errores y caídas. ¿No es acaso cuando hemos sido derribados que se abre la posibilidad para encontrar de nuevo la postura correcta?







lunes, 7 de noviembre de 2016

La incapacidad para estar con uno mismo


-->solitudeFoto de  Patrick Marioné - thanks for > 2M



Una de las razones, sino la principal, que nos hace dependientes de otras personas, ideas, dogmas o costumbres es la de ser incapaces de estar con nosotros mismos. Es verdad que algunos lo consiguen pero son los menos. A la mayoría nos cuesta un triunfo y lo evitamos utilizando diversas estrategias. Una de las más habituales es el activismo que como todos sabemos viene directamente de la prehistoria. El “homo faber” es el primate que hace, el hombre que utiliza sus manos y comienza a fabricar herramientas y transformar las cosas. Nos solemos identificar con lo que hacemos y cuando conocemos a alguien lo primero que nos interesa saber es a qué se dedica, qué es lo que hace. Socialmente nos etiquetamos por nuestro oficio u habilidades. Lo habitual es que mientras hacemos no tenemos que estar a solas con nosotros mismos, pero ¿por qué nos cuesta tanto?

La respuesta más sencilla es por miedo. Estar con uno mismo nos permite recuperar nuestro presente, atender a lo que hay, a lo que pensamos y sentimos. Estar con uno mismo nos conecta con nuestras necesidades y estas se expresan por medio de emociones que habitualmente consideramos incómodas o directamente indeseadas. Las necesidades se expresan mediante la ansiedad, el miedo, la ira, el asco... al principio con poca intensidad, más adelante, si no son atendidas, con vehemencia. De igual modo que una persona que por diferentes motivos desatienda habitualmente la petición de su cuerpo de ir al cuarto de baño terminará dejando de oír dicha llamada y se convertirá en estreñida lo mismo pasa con una larga lista de necesidades diversas. Por conveniencia, programación cuando éramos niños u otros motivos terminamos arrancando los pilotos luminosos de aviso del cuadro de mando emocional que nos trasmite el estado del motor interno. Terminamos conduciendo a ciegas tras habernos cargado la consola que termina maltrecha, tapada y con muchas luces fundidas o arrancadas.

En ese estado de desconexión surge el malestar, el desasosiego y la frustración. Solemos terminar acusando al mundo y a los demás de ser responsables de nuestras carencias cuando no hemos sido capaces ni siquiera de escucharlas. Por eso es tan común la búsqueda de paraísos artificiales, vías de escape o hiperactividad que nos protege de volver a nuestro propio hogar, a permanecer con nosotros mismos, a escuchar nuestras necesidades. Llegamos a casa y ponemos la televisión, salimos de ella y nos conectamos a unos cascos, caminamos por la calle consultando el móvil, tratando de llenar cada resquicio, evitando los espacios de silencio que inevitablemente nos conducirían hacia nosotros mismos. Tal vez por eso vivamos en uno de los tiempos con más ruido de fondo, con más actividad, con más distracciones. Sin embargo al final nos sentimos vacíos, no conseguimos encontrar lo que nos falta porque caminamos en sentido contrario. Ha de ser la misma vida la que nos termine parando bruscamente mediante una enfermedad, una pérdida o un acontecimiento vital estresante. Llegados a ese punto no podemos seguir escapando. Nos paramos a la fuerza y en un instante sentimos todo el dolor acumulado largo tiempo, toda la necesidad personal desatendida, todo el sinsentido.

Las emociones son valiosas mensajeras, traen siempre noticias de nuestro mundo interior. Es por ello que merecen respeto y acogida aunque en ocasiones su aspecto sea oscuro, amenazante o peligroso. En cuanto son escuchadas montan de nuevo su montura y regresan al galope al mundo abismal del que provienen. Si no lo son merodean extramuros aguardando una oportunidad, tratando de ganar fuerza y notoriedad para asaltar nuestra conciencia esta vez de una forma más oscura, amenazante o peligrosa si cabe.

La inteligencia emocional se ha comenzado a preconizar recientemente aunque siempre ha estado con nosotros. Quien goza de esta cualidad tiene más fácil estar consigo mismo al saber convivir con su mundo emocional de una forma sana y equilibrada. Todos conocemos ejemplos de alguien en nuestro circulo familiar o de amistades cuya serenidad o manejo emocional nos ha llamado la atención. Personas que no reaccionan automáticamente frente a contratiempos vitales que nos harían gritar o patalear a otros. Personas que son capaces de permanecer con emociones duras tras sufrir un duro golpe sin necesitar vomitar su dolor a los cuatro vientos de manera malsana. También conocemos contraejemplos que son mucho más frecuentes.

Acoger emociones no es sencillo. La manera más fácil es hacerlo cuando son pequeñas. Eso implica consciencia, darnos cuenta de cuando surgen en forma de tierna hierba y no cuando con el tiempo devienen en duros troncos espinosos. Necesitamos muchos ensayos y errores. Necesitamos escuchar a los demás para aprender de ellos y valorar cada episodio de acogida y conciencia emocional que podamos ver en otros o en nosotros mismos.

Me da un poco igual que sea una moda, creo que si lo es es una moda necesaria. Aprender a estar con uno mismo es el primer paso para poder estar con los demás. ¿De verdad creen que es posible acoger a otra persona, acoger su mundo emocional, si no somos capaces de acoger el nuestro? Tal vez por esto nos vaya regular a nivel relacional. Los humanos no somos un ejemplo tratándonos a nosotros mismos ni al os animales que nos rodean ni al propio medio ambiente. La buena noticia es que lo más revolucionario es bien sencillo: aprender a estar con uno mismo. 








sábado, 5 de noviembre de 2016

Homo Deus, un libro desconcertante para entender qué está pasando









Sin duda uno de los libros de historia que más me ha gustado es Sapiens, de Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad de la Universidad Hebrea de Jerusalén. En él hace un viaje desde la prehistoria al momento actual aportando interesantes puntos de vista y el valor añadido de su propia visión que aporta entendimiento al que se atreve a acompañarle. Con Homo Deus da un paso más al atreverse a hacer un profundo análisis del momento histórico actual y de lo por venir, resbaladizo campo que los historiadores suelen evitar.

Hablar de futuro suscita incertidumbre, por esa razón este libro es más desazonador que el primero. Nos enfrenta a argumentos que en algunos casos son incómodos al atreverse a desmontar filosofías, religiones e ideas como dios, libertad, liberalismo, socialismo... que llevan mucho tiempo a nuestro lado y con frecuencia son parte de nosotros.  El texto no se puede leer con indiferencia, el autor invita a la reflexión sabiendo que es la única salida ante los retos que la humanidad enfrenta.

Así como recomiendo Sapiens para todos los públicos, con Homo Deus seré más prudente. No gustará a los que tengan profundas ideologías o fervientes ideas religiosas. Tampoco a los que tengan miedo de un futuro cambiante. Sin embargo puede resultar un revulsivo para aquellos que quieran entender por qué se está derrumbando el mundo que vivimos y no hay institución, país ni organinación que se libre de la ola que parece inundarlo todo.







martes, 1 de noviembre de 2016

Acumular




Pensamos que más es mejor. Ese mantra nos impulsa a ganar más dinero, a tratar de elevar nuestra situación económica a alentar el crecimiento. Creemos que saber más es mejor, que tener más poder, fama, reputación es lo deseable. Suponemos que mientras más propiedades, objetos y bienes tengamos mejor nos irá.

Eso nos hace llenarnos de cosas, rodearnos de objetos y enredarnos en ritmos de vida esclavizadores que nos obligan a trabajar más de lo necesario, correr más de lo necesario y agobiarnos más de lo necesario. Terminamos siendo siervos de deseos que no se preocupan precisamente por nosotros.

Lo cierto es que la desigualdad social es cada vez mayor. Los que más tienen tienden a tener todavía más, los que menos ven como lo poco que tienen les es arrebatado. La acumulación nunca ha sido tan enorme como ahora. Lo millonarios han pasado a ser mil millonarios, las estrellas se han convertido en superestrellas. El resto contempla la jugada inane mientras se va hundiendo lentamente, muy lentamente, en el fango de un pantano que cada vez les atrapa más.

La física y la biología nos dicen que el crecimiento no puede ser perpetuo. En el universo todo crece y decrece, vuelve a crecer y vuelve a decrecer, siguiendo una ley inexorable que siguen desde las olas del mar a las estrellas del cielo. No sé porqué pensamos que somos diferentes. Nuestra sociedad pasará, nuestra economía, valores y deseos también.

Y probablemente más pronto que tarde. Encaramos un tiempo de decrecimiento en el que nos tendremos que dar cuenta de que lo adaptable es ir a menos, de que la supervivencia nos lleva por un camino de desaceleración. Tiempos para aprender a caminar despacio, a vivir con menos, a dejar de acumular. ¿Seremos capaces?

El reto pasa por tomar conciencia en primer lugar para luego elegir rumbo y empezar una nueva singladura. No valen las rutas y modos anteriores. Habrá que acometer cambios personales de calado que sumados se convertirán en sociales. Habrá que decidir en qué iremos a menos y en qué a mas. Algunas facetas son más intuitivas que otras, habrá menos petróleo y más energía solar, menos coches y más bicicletas, menos trabajo por cuenta ajena y más autoempleo, menos riqueza material y más tiempo libre, menos lujo y más paseos.

Algunos llaman a lo que enfrentamos destrucción creativa. La verdad es que de momento no veo mucha creatividad que se diga. Más bien conformismo, hedonismo e inconsciencia, cualidades que no favorecen precisamente el arte. Para aportar creatividad es fundamental aportar la máxima atención de la que seamos capaces, la máxima inteligencia, la mayor reflexión y atrevernos a dar pasos audaces de una manera original y a poder ser con un toque artístico que haga que la belleza vaya de nuestra parte.

Cuando nos demos cuenta de que es mejor tener tres amigos auténticos que trescientos seguidores en redes sociales, un puñado de personas a las que queramos de veras en vez de fama u otros privilegios, suficiente tiempo para pensar, hablar y pasear en lugar de costosos bienes de consumo... seremos capaces de dar el primer paso. Y después el siguiente, sin prisa, sin agobios. El secreto mejor guardado de la existencia es que podemos recorrerla de una forma tranquila, no hace falta correr ni afanarse en extremo. Hagamos lo que hagamos todos llegamos al final a su debido tiempo. La acumulación beneficia cada vez a menos personas y perjudica a mayorías cada vez más extensas. Esto cambiará cuando las mayorías tomen conciencia de la injusticia y la locura que esto produce. Por el bien de todos, ojalá no tengamos mucho que esperar.