Haruki Murkami. Foto Wikipedia Commons
Tras leer aquel viejo libro de Murakami me sentí como un niño que contempla un gigante. En De qué hablo cuando hablo de correr el escritor japonés narra de forma autobiográfica como descubrió y desarrolló dos de sus grandes pasiones, la literatura y las carreras de larga distancia. Un servidor que gusta de ambas disciplinas, pero las ejecuta a pequeña escala, no pudo evitar el asombro que surgía de la inevitable comparación. Por fortuna la desazón fue breve dejando paso a súbita alegría. Me animaba ser testigo de un hombre que había apostado por una intuición y había acabado encarnando una versión de sí mismo que le hacía feliz. ¿No es al fin ya al cabo ese afán el que nos anima a seguir caminando? Con el paso de los días una nueva revelación se me mostró, un detalle que cambiaba del todo mi visión inicial. Gusto de escribir pequeños textos y relatos así como de salir a trotar al campo unos pocos kilómetros, actividades ambas sencillas y asequibles que desempeño por amor al arte. Escribo sin que nadie me lo pida ni me exija, corro sin reloj y sin auriculares, sin necesidad de competir contra nadie ni siquiera contra mi. El hecho de hacer cosas porque sí esconde una profunda fuerza. En un mundo dirigido por diversos intereses las acciones que no persiguen ninguno son hermosos cisnes negros capaces de producir sorpresa y generar belleza. Entendí que el profesor Murakami tal vez no se podía permitir ese lujo con la facilidad con que yo lo hacía. La fama y el posicionamiento social exigen grandes sacrificios, uno de ellos se llama libertad. Tal vez por eso siempre me pareció simpática la adusta postura del pensador Diógenes que hoy apenas recordamos. Estamos rodeados de gigantes, el reto no está en tratar de imitarlos sino en conseguir el suficiente valor para dejar que el que habita en nosotros se muestre y dé servicio al mundo.