La realidad africana es compleja, hay noticias que no nos llegan, que no oimos o que no queremos oir. Pueden leer de primera mano la experiencia reciente de mi compañero
Vicente Baos en su blog el supositorio, recién llegado de Uganda. Tambíen pueden leer este ejemplo de Juan José Aguirre, un amigo misionero con los piés en la tierra. Les aconsejo poner en play el vídeo youtube mientras lo leen,
Ismael Lo es siempre buena compañía.
LAS LÁGRIMAS DE MI PUEBLO
El 15 de marzo pasado los rebeldes sanguinarios de la LRA (unos
paramilitares que vienen de Uganda y se hacen llamar Ejercito de
Resistencia del Señor), atacaron un pueblo llamado Nzacko (diócesis de
Bangassou en Centroáfrica). Llegaron un domingo por la tarde, cuando la
mayor parte de los soldados de la guarnición jugaban al fútbol y los
cosieron todos a balazos. La población se desperdigó alocadamente y los
rebeldes tuvieron tiempo de robar casa por casa, de mirar debajo de los
catres para ver si había alguna chica escondida y aprovechar la
coyuntura, amontonar lo robado en el centro del mercado y hacer una
cordada con chicos y chicas (algunas que acababan de violar), ponerles
30-40 kilos en la cabeza y llevárselos a sus campamentos de la selva, a
unos 10 días de marcha. Eran 56 jóvenes, algunas embarazadas y dejaban
56 familias angustiadas por su suerte. Como obispo de esta diócesis,
grité contando esta fechoría en la radio, en periódicos, en encuentros…
(Todos dicen: ¡¡¡oh!!!, ¡¡¡qué barbaridad!!! Pero todo sigue igual.
Vivimos caminando sobre una cuchilla de afeitar y muchos golpes bajos de
la economía mundial, como el control del coltán (colombio-titanio) para
fabricar nuevas marcas de móviles o de ordenadores, rebotan en el
cuerpo inerte de la población de Bangassou y del norte del Congo. Esta
parece un macabro sparring sobre el que las compañías de telefonía hacen
rebotar los puñetazos de la agresividad del mercado o las dentelladas
de sus trajeados “tiburones”). La mayoría de aquellos jóvenes volvieron
20 días después, destrozados, algunos con hernia discal. Unos 15 niños
de 11-13 años, aun no volvieron y sus familias temen que no vuelvan
nunca más. Lo que acabo de contar ya lo he denunciado otras veces y es
la misma nefasta canción archi-repetida desde hace 6 años.
Lo nuevo es que ese día, Karine, aprovechando la confusión de los
kalasnikoff y la refriega generalizada, se escapó de las manos de estos
indeseables. Llevaba 9 meses con ellos en la selva desde que la raptaron
en su pueblo natal. La apartaron violentamente de sus 3 hijos y de su
madre y, a sus 23 años, se la fueron rifando 150 rebeldes en la selva
entre labores de aseo, culinarias, de transporte u otras. Pero ese 15M
fue su gran día. Huyó a la misión católica y los padres centroafricanos
la condujeron a una plantación para ponerla salvo. Al día siguiente la
llevaron 80 km abajo donde una franciscana guatemalteca me la trajo a
Bangassou, otros 120 km más al sur. Cuando vi a Karine delgada como un
alfiler, cuando sus ojos huían de los míos y la respuesta a mis
preguntas eran sólo murmullos, supe que había un problema. Más que un
problema, había muchos problemas y aquella pobre chica parecía zombi.
Después de lavarse varias veces con jabón perfumado, inútil esfuerzo de
quitarse de encima toda la vergüenza y la rabia acumulada, Karine seguía
en estado de shock. Me enteré de que sus hijos y su madre, después de
su rapto, se habían desplazado a 25 km de Bangassou y me ofrecí a
devolverla a los suyos. Me dijeron que en su pueblo todos creían que
estaba muerta, pero no había tiempo de mandar una avanzadilla con la
noticia de su vuelta a la vida y la monté en el asiento de atrás del
coche. Conforme íbamos llegando y unos pocos habían comenzado a
reconocerla, Karine, hierática y asustada, no movía un músculo. Al
pararnos al lado de la veranda de sus abuelos, alguien le dio un bebé
por la ventanilla, pero ella seguía K.O. El coche ya estaba parado pero
ella no se movía. Tuve que salir yo mismo y abrir su puerta, y
conminarla con una cierta dureza en la voz: “Karine, sal fuera”. La
multitud ya se había juntado y, al reconocerla, gritaban, rezaban,
lloraban, se ponían de rodillas o cantaban cantos de Iglesia de
diferentes confesiones. Karina salió del coche y se dejó tocar por los
suyos que la acariciaban, la sobaban, la bendecían o la simplemente la
miraban con los ojos como platos. Ella, de pié, mirando al suelo,
lloraba y temblaba. Tardó 20 minutos en reaccionar y ofrecer su primera
sonrisa. Una sonrisa de resurrección. Pensé que el coche había sido como
su ataúd de muerta, que esos 20 minutos fueron como un parto y ahora,
finalmente, sonreía. Es decir, resucitaba a la vida.
La mitad de la población de mi diócesis vive desde hace años escondida
en campos de refugiados. En unos hay 4.000, en otros son gente huida del
Congo, 3.500, en otros unos centenares. Pero todos perdieron sus
campos, sus cosechas y graneros, sus casas y sus espacios sagrados, las
cosas que no pudieron transportar y todas sus esperanzas. Sobre ellos
han caído desde hace meses, como moscas sobre una llaga, ONGs de todo
tipo y condición, de nombres difíciles de pronunciar (alguna tiene
nombre de un famoso mago), otras son conocidas y lo hacen medianamente
bien. Pero muchas de ellas están formadas de personas interesadas que
llegan en avión por cuestiones de seguridad y ofrecen sus productos e
intuiciones durante unos días, escriben sapientes informes sobre las
condiciones de vida en África en general (1º capítulo) y en los campos
de refugiados en particular (2º capítulo) para concluir que sus fuentes
de alimentación (organismos internacionales de todo tipo, organismos
humanitarios, filántropos y afiliados) tienen que seguir dando plata
porque las letrinas hay que ponerlas un metro más allá o las azadillas
no han sido suficientes. Los padres y las hermanas de la misión, que
están allí desde hace años, día a día, aguantando el chaparrón de la
mañana a la noche, se preguntan si no es una contradicción que lo que
costaron las azadillas sea apenas, una cincuentésima parte de lo que
costó fletar un avión ida y vuelta para llevar y traer a los
especialistas de lo humanitario dos veces por semana, sus salados “per
diem” (dietas), sus cursos de preparación intensiva y sus flamantes
ordenadores para escribir sus puntuales informes, exactos en puntos y
comas, parágrafos y firmas, en cuatro ejemplares. Todos se mueven con
escolta militar pagada a precio de oro y todos piden pasar la noche en
la misión donde haya agua “muy fría” y electricidad para encender los
ordenadores. Un día, pidieron hospedaje 4 especialistas enviados por la
Embajada americana. Cuando terminaron su trabajo, viendo que tenían la
tarde libre antes de coger la avioneta que los llevaría de vuelta a
Bangui y a Washington, les propusimos de visitar el centro de enfermos
terminales de sida y el nuevo quirófano. Muy educadamente nos dijeron
que les habían pagado solo para ver letrinas, no quirófanos. Aunque
muchos vendrán de buena fe e intentan hacerlo lo mejor que saben,
acabamos preguntándonos quién está mejorando su calidad de vida: los
miembros de la ONG aparecida de buenas a primeras o la gente de los
campos de refugiados que tienen que aguantar una lección magistral sobre
el uso y el abuso de las letrinas a cambio de azadas y azadillas que
reparten después de la lección. Hay algunas que dan signos de seriedad y
sentido común. La mayoría, sin embargo, parece ser gente que quieren
ver en directo lo que ayer vieron por televisión. Entre tanto la
población local, paupérrima, la que ha acogido los refugiados sin
pedirles visado ni papeles, ahora tiene que negociar con estos
inmigrantes una gallina por una azadilla o les cambian un lebrillo por
una manta made in HCR (Alto Comisariado para los refugiados) o un cubo
de cacahuetes a cambio de una mosquitera “impregnada”. Las ONGs crean
los status. En el último escalón esta la población local y el farolillo
rojo son los campesinos que no pueden salir a cultivar sus tierras a
causa de la presencia de la LRA pero para las ONGs no cuentan para nada.
Algunos escalones más arriba los refugiados, enseguida después las
misiones y al final de la escalera, kilómetros más arriba, los
especialistas de cuestiones humanitarias, algún embajador que se deja
caer por allí o algún majadero despistado, director general de algo.
¡Así es la vida! ¡Así la hemos hecho entre todos!
Juan José Aguirre, Obispo de Bangassou (República Centroafricana)
Artículo publicado en DIARIO DE CORDOBA, 15 agosto 2011