Hace unos días Eva Legido me propuso hacer una colaboración para su serie de vídeos de Youtube sobre colapso sanitario. Aquí comparto el resultado que cuenta con las impactantes imágenes de Sergio Ingravalle.
La situación actual de muchos centros de salud es tan desfavorable que no tenemos más remedio que usar toda la creatividad que podamos para visibilizarla y tratar de mejorarla.
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Diario de un médico de familia.
Hoy tendré de nuevo 60 pacientes en mi agenda. Son las ocho menos cinco y ya hay muchos citados, mi compañero el doctor Blázquez no está hoy y la directora de centro empieza su consulta a media mañana. Será un día malo, como ya llevamos muchos este año. Calculo que uno de cada tres. Antes no era así pero ha ido empeorando poco a poco a lo largo de los años con recortes de presupuesto, empeoramiento de contratos y aumento de la precariedad laboral de los médicos jóvenes. A la hora de elegir especialidad las plazas de medicina de familia se eligen las últimas y muchos empezarán la formación pero se cambiarán a otra cuando puedan. Esto unido a que en unos años nos jubilaremos la mitad de los médicos actuales no pinta nada bien.
He pasado mucho tiempo reflexionando, tratando de entender qué está pasando. Me venía a la cabeza la imagen del enorme trasatlántico sanitario hundiéndose en las aguas, pero la he terminado desechando. Es verdad que en los hospitales tan poco lo están pasando bien, pero allí nadie ve los 60 pacientes al día que veré yo hoy, ni mucho menos. Nadie pasa su consulta y la del compañero ausente, en ese caso se llama a los pacientes y se les cita otro día. Los centros de salud son más bien como esas pateras cargadas hasta los topes que intentan llegar a puerto seguro jugándose la piel. Algunos días se llega, otros se naufraga.
Al final me he dado cuenta de que una institución que nos obliga a atender a los enfermos como si estuviéramos en una cadena de producción acelerada no cumple criterios de calidad, ni seguridad del paciente ni siquiera de dignidad. No es posible escuchar en condiciones en días con la agenda duplicada. Y qué haré con el paciente que se desmorona y empieza a llorar en la consulta. Y con el que hay que dar una mala noticia. Qué haremos con esos casos difíciles que precisan de reflexión y estudio.
Navegar en estas condiciones maltrata la tripulación y al pasaje. No es fácil de reconocer ni de decir, pero es así. ¿Cómo exigir un trato humano a unos profesionales sanitarios sobrecargados, agobiados, agotados y ninguneados? ¿Cómo esperar que los ciudadanos vean respondidos correctamente sus problemas de salud cuando el sistema sanitario cuece a fuego lento a los que se suponen tienen que cuidar a los demás?
Y por si fuera poco, además de la impotencia de no poder dar una asistencia de calidad llueve el enfado y los malos modos de quienes lo padecen que no dudan en disparar al pianista, a veces con violencia. La incomprensión de la ciudadanía y su gran frustración al comprobar que un servicio esencial les ha sido escamoteado delante de sus narices, se vierte en los sanitarios que tienen delante y no en los responsables de la situación cómodamente protegidos en lejanos despachos y que no pueden ver. Tristemente se vuelve a cumplir el refrán “a perro flaco todo son pulgas”.
En mi experiencia como médico he tenido que atender muchos casos de maltrato. Niños, jóvenes, ancianos y adultos, mujeres y hombres en diversas circunstancias, cada caso con sus peculiaridades pero la mayoría con una gran dificultad en aceptar y poner nombre a lo que estaba pasando, aunque fuera evidente para los demás. A nosotros los sanitarios nos pasa igual. Es muy doloroso reconocer que el sistema y la sociedad te maltratan y que a nadie le importe tu dolor y tus gritos mientras se cumpla el expediente y te vayas a casa tras pasar consulta a tus 60 citados.
El caso viene de lejos. Los médicos desde que empezamos la residencia somos los únicos pringados de la sociedad obligados a trabajar 24 horas sin descanso en las guardias de puerta hospitalaria, y hay que hacer muchas para mejorar el sueldo mileurista de rigor. Luego suele ser normal atravesar un desierto de años de precariedad laboral, para terminar (como en mi caso) de interino en un turno de tarde en un centro de salud, alto terriblemente duro que te escamotea la crianza de los hijos y la vida familiar. Cuando con cincuenta tacos terminas con un contrato estable de mañana, la perspectiva de aguantar otros 15 años aguantado este nivel de sobrecarga hace que muchos terminemos quemados, enfermos o desesperanzados. No es casualidad que los médicos encabecemos las estadísticas de suicidios, adicciones y desgaste profesional.
Algunos estamos empezando a mostrar nuestras heridas y a decir que eso de la vocación es una mentira piadosa cuando trata de justificar una injusticia estructural. Nos sentimos vapuleados e ignorados por nuestros jefes y responsables que conocen los datos y llevan consintiendo esta situación durante demasiado tiempo. Nos sentimos engañados y frustrados por no poder ejercer la medicina con la conciencia, compasión y delicadeza que requiere, obligados como estamos a ir a toda velocidad para que pase el siguiente. Nos sentimos fatal cuando acabamos la jornada y fatal cuando en casa nos acordamos que mañana hay que volver.
Porque este año es el peor de todos con una pandemia que ha sobrecargado la sanidad hasta lo indecible obligándonos a trabajar sin medidas de protección durante meses, a ciegas por no tener ni datos claros, ni evidencia científica, ni liderazgo, ni siquiera a nuestros pacientes delante. Hemos tenido que aprender a pasar consulta por teléfono y a solucionar problemas sin ver la cara de la gente, asumiendo unos niveles de incertidumbre muy superiores a los normales. Hemos caído enfermos, algunos han muerto trabajando. Estamos agotados y encima comprobando que ante la potencia de la segunda ola todo ese trabajo ha servido de poco, volvemos a empezar.
En el fondo siento pena por toda esa gente que verdaderamente va a enfermar sin que podamos atenderla como se merece. A todos los que van a morir sin que haya un médico que pueda prestarles el suficiente tiempo. A todos los que van a llorar sus crisis vitales sin que podamos escucharles en condiciones. Siento pena por una sociedad que no se está dando cuenta de que no siempre será joven y espléndida, que llegará el momento en que necesitará quien la cuide y atienda. Siento pena por todos esos mayores abandonados en residencias de ancianos que he visto morir de covid en la más dura soledad. Y pongo encima de la mesa mi propio dolor profesional, que aunque es poca cosa aumenta la terrible cifra de maltrato que nuestro tiempo padece.