Aquella tarde llegué a mi montaña algo confuso. A los pocos minutos ya me había convertido en un hombre de mediana edad con un intenso dolor ciático en la pierna derecha. Llegué a la cima y volví a empezar. Ahora era una chica adolescente que acababa de reconocer ante su madre que vomitaba sin control siempre que podía. Alcancé la cima y volví a bajar. Me convertí en un caballero octogenario que acababa de perder a su mujer tras seis décadas de feliz convivencia. Coroné y empecé de nuevo. En esta ocasión como una joven que acababan de dar de alta de la unidad de agudos de un hospital provincial con una enfermedad mental severa, deseaba el alta para empezar a trabajar. Luego fui una mujer desesperada por su hijo que hacía dos días se había intentado suicidar. El siguiente un atlético señor con una recidiva de pericarditis al que tuve que derivar al hospital. De nuevo otro señor de esa edad con la cara torcida de dolor por un cólico renal que precisaba medicación intravenosa. Después una pareja angustiada por la suerte de su nieto al que su hija no cuidaba como ellos deseaban.
Tras cuarenta subidas a la cima terminaron mis faenas ese día dejando mi cuerpo y mi alma tiznados de carbonilla negra, algo inevitable por muy blanca que sea la bata que me ponga.
Por la noche no dejé de llorar. Un llanto antiguo de agua de mar consiguió lavar lentamente tanta pesadumbre. Me desperté desorientado pero felizmente recompuesto, sonriendo porque aun me quedaban unas horas antes de volver a empezar.
Sisifo por Giovanni Battista Langetti
2 comentarios:
Ufff. Ha sido como pasar consulta otra vez. Yo también salgo casi cada día con ganas de llorar. Gracias por expresarlo así de bien.
Como me gusta que hayas puesto palabras a lo que muchas veces siento
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