Lo que pensamos y sentimos que es
la realidad no es más que el resultado de pasar el universo por el tamiz del cerebro,
la apuesta que ha hecho el diseño natural para adaptar la materia viva al
entorno particular de este planeta. Podríamos decir que dicho sistema de
procesamiento no es más que un conjunto de filtros sensitivos por un lado y
cognitivos por otro. Los primeros se especializan en filtrar determinadas ondas
lumínicas que transforman en visión, ondas de presión atmosférica que
transforman en sonido, químicos volátiles que serán olfato, químicos diluidos
que serán gusto y temperatura y presión local que serán tacto. A nivel
cognitivo nos manejamos con una serie de programas que manejan las anteriores
sensaciones, utilizan un lenguaje verbal como código, una memoria y un sistema
de producción de escenarios y alternativas. Pese a que aparentemente la variabilidad
de la función cerebral parece infinita e individual como pudieran pensarse que
son los rostros y características de cada ser humano, el patrón común es en
todos predominante. Estamos determinados por los filtros biológicos y lo
posteriores adquiridos que incorporamos al sistema.
Vemos la vida del color de
las gafas que usamos, en este caso cerebrales. Cuesta decir si sería posible
otro diseño en nuestro medio dado que a lo largo de estos cientos de miles de
años han desaparecido todas las alternativas y no tenemos con qué comparar. Lo
que tenemos delante nos parece que es la realidad pero esta es mucho mayor de
lo que podemos percibir. Tal vez algún día sea posible modificar los filtros
sensoriales y ampliarlos, crear nuevos o anular alguno. Tal vez puedan crearse
simuladores o interfaces que permitan acercarse a determinados ecosistemas
actualmente vedados para nuestra biología. Imaginen moverse a sus anchas por la
lava de un volcán o por el frío espacio de la estratosfera. Más aún,
desplazarse por un cometa errante o flotar en un mundo gaseoso como Júpiter. Lo
mismo con los filtros cognitivos, poder pensar con mayor poder de cálculo, con
más capacidad de procesamiento de imágenes o con una memoria casi ilimitada.
Tal vez el momento de acceder a
estas posibilidades esté más cerca de lo que pensamos. De hecho ya está
sucediendo de alguna manera dado que desde la prehistoria las herramientas que
el hombre ha construido han ayudado a modificar su cerebro. En poco tiempo
tendremos sistemas de realidad virtual más potentes y poco a poco la
comunicación y el acceso de las máquinas al cerebro se irá mejorando hasta
conseguir una interface cerebro máquina totalmente operativa. Estaremos
entonces ante una singularidad dado que una nueva especie habrá sido creada con
posibilidades inéditas. Entre ellas la de modificar los filtros cerebrales a su
conveniencia y poder desarrollar nuevas propiedades y funciones. Este salto
evolutivo tendrá sin duda enormes consecuencias para la especie homo sapiens
que se verá abocada a desaparecer en pocas generaciones en beneficio de la
recién llegada mucho más potente en todos los sentidos. No podemos saber si el
homo transapiens será capaz de restablecer el equilibrio ecológico del planeta,
misión que su antecesor no fue capaz de conseguir. Tampoco si sobrevivirá a los
grandes cambios que el planeta experimentará en los próximos siglos. Lo cierto
es que, de alguna manera, esta carrera por modificar y complejidad los sistemas
cerebrales seguirá con o sin nosotros. Por eso me parece prudente recordar al
sabio que hace milenios se dio cuenta de que todo a su alrededor era vanidad.
Por mucho que uno corra llegamos todos al mismo sitio, de momento. Tal vez en
unos años el destino sea susceptible de modificarse a la par que el cerebro que
lo enfrenta.
En estos tiempos de crisis
asistimos a un choque de trenes en el ámbito de los valores. Por un lado la
generación de nuestros padres asiste desconcertada al ocaso de un tiempo que
primaba la virtud, es esfuerzo y el servicio. Una época donde la moral
cristiana que se vivía en Europa permitió la reconstrucción de esta tras las
cenizas de las dos guerras mundiales, y las guerras civiles de España y la
exYugoslavia. Por otro tenemos las nuevas generaciones crecidas bajo el imperio
del mercado globalizado, que corona los valores del éxito, la prosperidad y la
eficiencia. El rey dinero parece prevalecer sobradamente en el Olimpo de los
dioses. De hecho las creencias en lo transcendente se han exiliado al ámbito
privado de cada cual y solo parecen servir para calmar la conciencia
individual. Poco se asoman a la vida pública, poco se transforman en acciones
visibles.
Cada cultura otorga un distinto
valora a todo lo que existe. Estos constituyen la carta de navegación de dicha
sociedad por el mar de la incertidumbre de la vida. Hay pueblos que
minusvaloron el respeto al medio ambiente y en consecuencia desaparecieron. La
Isla de Pascua es un ejemplo. Otros se asentaron en valores sólidos y
aguantaron mil años. Pero ¿qué valores son mejores? esta pregunta no es fácil
de responder, muchos filósofos han dedicado su vida a ello sin un claro
desenlace esperanzador. Solemos construir la respuesta mezclando las
preferencias grupales y familiares con las nuestras que construimos desde la
infancia. Vamos dando valor a las cosas según las experimentamos. Esta
interacción de lo externo con nuestra personalidad, carga genética y recuerdos
termina destilando la carta personal de valores de cada cual.
Tal vez lo más sencillo para
reflexionar sobre ello sea pensar en qué valoramos más, ¿qué es lo más
importante para ti? Si conseguimos averiguarlo será más fácil seguir
construyendo.
El ser humano es capaz de llegar
lejos si tiene esto claro, tenemos muchos ejemplos de virtuosos en la música,
la ética, la guerra, la política y cualquier campo que elijamos. Personas
tenaces que han tenido claro lo que querían sabiendo lo que valoraban de la
vida. Personas que arriesgaron todo lo que tenían apostando a la casilla de su
valor principal.
La inteligencia ética sería la
faceta interior que nos facilitaría esta visión del mundo de los valores y
principios. Se suele desarrollar con la reflexión, el diálogo, el pensamiento y
el discernimiento. También son ayudas las incontables palabras escritas de
tantos filósofos y sabios que nos han regalado sus pensamientos y su ejemplo.
Llama la atención que en la enseñanza secundaria haya desaparecido la
asignatura de filosofía del programa, también que no exista nada semejante en
la parrilla televisiva y que los libros al efecto cada vez ocupen menos en las
librerías mientras crece la de autoayuda o la de gastronomía.
Vivimos tiempos inciertos y es
verdad que no hay muchos referentes públicos que ayuden a la sociedad a
construir su mapa de valores. Lo habitual es encontrar a personajes peculiares
o esperpénticos en tertulias de café que más bien parecen zafias peluquerías o
bares mal hablados. No suelen invitar a sabios a los platós televisivos, salvo
alguna excepción. Tampoco en las familias se visibiliza a los mayores que con
el curriculum de una larga vida tal vez pudieran aportar sensatez a los más
jóvenes. Ahora solemos dejarlos deteriorarse en residencias mientras corremos
ávidos a nuestros mil quehaceres. Al no seguir una ruta clara terminamos en una
tempestad de movimientos que nos obliga a caminar en círculos y no avanzar.
Como siempre suele pasar cuando
la situación parece perdida viene bien recordar que en algún lugar hay una
salida. En nuestro caso más cerca de lo que pensamos. Cada ser humano tiene una
ficha de vida que colocar en la ruleta de la existencia. Tenemos la posibilidad
de elegir. Merece la pena pensar bien que dirección tomar de las infinitas que
nos ofrecen. Merece la pena discernir hacia dónde queremos ir. Nos jugamos la
vida a la hora de elegir nuestros valores.
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