miércoles, 25 de enero de 2017

Capitanes de predicados y sujetos






Lo que escribimos y leemos, lo que decimos y callamos nos abre la puerta a paraísos, infiernos y purgatorios de todos los tamaños. La palabra tiene poder para evocar. Por eso puede construir o fulminar, elevar o arrojar, tender puentes o alejarlos. No solemos cuidar nuestras palabras. Nos proveemos de mucha cantidad, consumimos textos y pretextos que son pura basura, no paramos de lanzar exabruptos, quejas o desdichas allá por donde andemos dejando calles, montes, oteros o majadas llenos de una persistente suciedad que les tocará a otros recoger. No nos damos cuenta de que en nuestras estancias interiores hacemos exactamente lo mismo. Vamos llenando nuestras vidas de verbos, nombres y adjetivos de todos los tamaños. Vamos sembrando desolación y pestilencia por la simple razón de hacer del descuido norma y del descaro y la imprudencia tenaces aliados. No nos extrañe si con el paso de los años perdemos el sentido de la vida, o empezamos a sentir un persistente trasfondo de desazón que se obstina en acompañarnos tanto en la bonanza como en la tormenta. Las crisis vitales suelen forzarnos a abrir nuestras bodegas y limpiarlas del cieno y el hedor acumulado. Será entonces cuando nos asombremos de la acumulación descomunal de pequeñas e inocentes palabras que unidas conforman oscuros monstruos que taponan peligrosamente nuestras coronarias existenciales.

Merece la pena guardar respeto a las palabras. Cuidarlas, sembrarlas, podar las malas hiervas o las ramas resecas, retirar los despojos o quemar las hojas con cuidado. Cuando así lo hacemos conseguimos frutos y cosechas. Podemos disfrutar del aroma de rosas o solazarnos del frescor de una sombra en verano.  Merece la pena disfrutar de una vida con las mejores narrativas, donde la buena comunicación sea tan accesible como tomar aire, donde regalar un verso o una idea sea tan espontáneo como sonreír ante algo divertido. Hay mucha salud y enfermedad en el modo en que construimos cada frase. En la forma que articulamos el lenguaje, en la armonía o en la ausencia de esta cuando la lengua muta en pensamiento. Por eso necesitamos de valientes que nos inspiren y se atrevan a señalarnos el camino. Gente tenaz como aquella abuela que administraba sabiamente sus silencios o aquel profesor capaz de sacar a la luz lo mejor de nosotros. Como aquella limpiadora que repartía alegría al dejar los suelos impolutos o aquel médico de pueblo que convirtió nuestra abominación en una oportunidad para nacer de nuevo. No conozco del todo este misterio pero siento palpitar su poder, por eso les animo a ser capitanes de sus predicados y sujetos dado que no hay otra manera de transformar el mundo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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