Foto de Karen Roe
Dinero, fama y poder son las más potentes zanahorias que el ser humano ha creado para mover la burra de la historia. Si bien tiene en estima otro trío de venturas como “salud, dinero y amor” que comparte un mínimo común múltiplo en el vil metal que a fin de cuentas ha conseguido erigirse como la motivación universal que hace que todos nos levantemos por la mañana prescindiendo del bienestar que nos ofrece el lecho, crucemos media ciudad con los ojos entreabiertos y pasemos toda una jornada lejos de casa trabajando como descosidos hasta la noche. Así día tras día. No nos será fácil encontrar un ente todopoderoso, capaz de adquirir cualquier forma o convertirse en cualquier servicio, líquido, invisible, sugerente, fugaz. Transformador de todo lo aparente, encumbrador de hombres, esclavista infinito.
En el hormiguero social todas las hormigas aspiran secretamente a coronarse en reina, o por lo menos a vivir como zánganos de un modo relajado. Para ello hace falta dinero, mucho dinero. En ocasiones es posible que la fama lo provea y permita un ascenso. Es esta facultad limitada y otorga sus favores a unos pocos. Aquello a lo que damos valor es difícilmente generalizable y repartible justamente por eso se considera valioso. El hormiguero se esforzará para conseguir héroes, poetas o científicos que merezcan el laurel de ganador. Lo demás se tendrán que conformar con sus vidas de obrero y seguir apuntalando las infinitas galerías que conforman su mundo.
El poder es otra facultad deseada por cuanto provee de fama y de dinero al mismo tiempo. Por ello es todavía más exigua y deseada. Se lucha por poder hasta desbordar cotas máximas de violencia que generan conflictos, guerras y tropelías imposibles.
Al nacer venimos provistos por la naturaleza de la facultad del llanto. Con ella conseguimos la suficiente notoriedad como para no morir de hambre y frío en un mundo extraño que en apariencia no cuida de nosotros. La mayoría pasamos por la vida alcanzando la notoriedad suficiente como para no perecer antes de tiempo en una combinación de cuidados propios y ajenos hasta que el deterioro de la vejez termina culminando. ¿Qué pasaría si descubriéramos una facultad nueva para espolear ese llanto primigenio y atraer hacia nosotros todas las miradas? Unos lo hacen dando patadas a un balón que son televisadas a miles de millones, otros pasando mucho tiempo tocando su violín hasta conseguir sacar del él néctar de dioses. Algunos se confinan en bibliotecas hasta dar con la respuesta capaz de transformar el mundo, otros inventan cosas de las que sería muy difícil prescindir.
Sin embargo lo habitual es lograr mínimas cantidades de notoriedad. Estamos diseñados para vivir en clanes de unos 150 miembros que se conocían perfectamente unos a otros. La jerarquía en ellos era meridiana según las variables que la especie y la cultura estipularan para dicho grupo. La notoriedad se repartía según las mismas de un modo suficiente como para que todos supieran cuáles eran las habilidades de los demás. Más adelante tras la revolución neolítica y la formación de ciudades la notoriedad devino imprescindible para dar a conocer personas con habilidades valiosas. Y ahí seguimos, tratando de conseguir nuestro lugar en sociedad para lo que usamos todo lo que caiga en nuestras manos: chismorreo, entrenamiento, creatividad, medios de comunicación y redes sociales. Cada cual emite su propio canal de radio y televisión con la esperanza de conseguir más telespectadores en una lucha a muerte por el “share” que se reparte de manera asimétrica y piramidal como lo ha hecho durante tiempos incontables.
Cada vez que se modifica una regla o surge una nueva herramienta social los gladiadores se apresuran a usarla en su propio beneficio en esta batalla campal que es el circo máximo de las relaciones sociales, donde muchos perecen y solo unos pocos ganarán por un día la corona de laurel.
Si miramos la historia veremos que siempre hubo alguno que no se creyó del todo esta regla de hierro y abandonó el combate marchando a un exilio voluntario. Es posible vivir sin este yugo pero para ello hay que abandonar la sociedad establecida y si me apuran algo mucho más difícil de vencer, el propio ego. La estructura egoica de la personalidad nos permite la supervivencia al crear el dipolo yo-tu que sostiene nuestra identidad y la defiende del resto del mundo. El que consigue transcender su ego ya no necesita ni dinero, ni fama ni poder. Se ha conseguido liberar del deseo de notoriedad que es privativo de ese ego que ansía crecer en perjuicio de los otros.
Si bien es cierto que este viaje se ha acometido normalmente en solitario, también lo es que algunos grupos lo han conseguido juntos, formando pequeñas comunidades alternativas. Pero queda mucho por andar antes de poder soñar con una sociedad entera que se guíe por reglas totalmente diferentes que no sean dictadas por esa pulsión egoica tan potente.
De momento seguiremos dandole a la tecla del móvil, buscando esa pequeña recompensa de notoriedad que significan sus múltiples pitidos, vibraciones y mensajes. En una sociedad en la que paradójicamente cada vez estamos más solos y con menos notoriedad si cabe.