-->Foto de AsaPeka
No queremos problemas. Les cerramos la puerta. No queremos más preocupaciones, más conflictos, más sentimientos incómodos, tenemos demasiados y no sabemos qué hacer con ellos. Al final estamos construyendo una sociedad de puertas cerradas donde la novedad, lo inesperado y el cambio no son bienvenidos. Una sociedad que tiende al aislamiento y a la soledad de sus miembros al disminuir las interacciones sociales reales (sustituidas por las virtuales), al evitar el contacto con desconocidos, al primar lo individual frente a lo colectivo.
Cada vez hay más hogares donde solo vive una persona, cada vez se valora más la posibilidad de no convivir y cuando la convivencia es forzada a minimizarla al máximo. Bienvenidos a la república independiente de mi casa, o de mi habitación, pero por favor no molesten y sean breves en su visita. Los hijos se encierran en sus habitaciones evitando las zonas de la casa de encuentro y vida familiar, las parejas se encierran en sus horarios laborales y al llegar a casa se enrocan en el sofá mirando una televisión que evita las zonas de diálogo y necesaria confrontación. Los padres se encierran en un hiperactivismo convulso que les deja inanes al final del día convertidos en una especie de zombi con la cara torcida y pocas ganas de jugar, a tenor de lo que observan sus pequeños.
Por otro lado no sabemos lo que queremos al haber cerrado también la puerta a nuestras emociones. Acogemos solo las placenteras, la alegres, las felices, dejamos fuera todas las demás que son precisamente las que nos avisan de como van las cosas por dentro, de qué zonas internas piden atención y mantenimiento, de qué necesitamos realmente. Nos pasamos la semana poniendo barniz a la puerta para no tener que abrirla y mirar dentro. Nos regalamos objetos de consumo, experiencias, audiovisuales y toneladas de información pero no la mínima conciencia que permita abrir la puerta emocional que ventile una bodegas que rezuman tanta humedad que descompones sus paredes.
Al ser altas las murallas, al estar candadas las puertas, la posibilidad de encuentro disminuye. La vida nos busca pero no nos encuentra. Mientras cada cual grita y llora desde lo alto de su almena lamentando que tanta vida quede fuera de su alcance. ¡Pero no nos damos cuenta de que hemos sido nosotros los que la hemos dejado fuera!
El gran problema que esto causa es que al final nos da igual lo que pase fuera de nuestro territorio, fuera del piso, de la habitación o del sofá. “Como yo estoy herido y la vida no me da lo que necesito que se joroben los demás”, cerramos con más fuerza la puerta y seguimos quejándonos por los rincones. “Por mi que paren el mundo, todo me da igual” y de esta manera pasamos de la comunidad de de vecinos, del barrio, de la política y de todo lo que pueda implicar nuestras participación. Terminamos sufriendo una soledad que nos derrota al convertirnos en una caricatura de nosotros mismos, seres plenamente sociales que se construyen en comunidad y se definen y dan sentido gracias a la interacción social, a la comunicación y a caminar con lo diferente. Nos convertimos en Minotauros.
Las ciudades y la entera sociedad se han transformado hoy en intrincados laberintos. Tanto muro, muralla, tanta puerta, reja y puente levadizo han convertido calles y plazas en laberintos y mazmorras que contienen infinidad de monstruos. Nos vendrá bien recordar que el rey Minos en su tiempo decidió construir un gran laberinto para proteger el horror. Lamentablemente esto tiene un elevado coste dado que el horror se ha alimentado siempre de carne humana fresca. ¿Qué hubiera pasado si Teseo se hubiese encontrado un millón de Minotauros en la isla de Creta? ¿Qué pasaría si levantara la cabeza y viese que hemos transformado el mundo en un enorme laberinto?
Lo sorprendente es que un laberinto deja de ser tal cuando las puertas y ventanas se abren. Basta este sencillo gesto para volver a conectar la habitación con el resto de la casa y la casa con el resto del barrio. Para traer de nuevo la luz a los pasillos y convertir las mazmorras en salas. El laberinto es lo opuesto al palacio, lo cerrado en sí mismo versus lo abierto a la luz y al placer. Un Minotauro deja de ser tal cuando sale del laberinto, cuando deja de necesitar devorar inocencia y frescura al encontrarla fuera, en la propia vida.
Para abrir la puerta a veces basta con apagar la tele, con dejar el móvil en el cajón, con quitarnos los cascos. Comenzamos entonces a escuchar los pájaros, a notar la brisa alrededor y a ver la luz construir cada hora del día. Basta con fijarnos en quien tengamos al lado, basta con preguntarle cómo está y escuchar su respuesta en sus ojos. Es suficiente con respirar profundo y sentir cómo palpita el propio corazón, como el tiempo nos atraviesa y nos lleva de la mano cada paso que damos.
Todos los mitos griegos siguen dentro de nosotros y si miramos bien los veremos enfrente. Por eso es tan importante detenerse y pensar, ayudarnos de la reflexión y la generosa conversación para tomar conciencia de que si caminamos con una venda en los ojos terminaremos dando vueltas. Para alcanzar cualquier destino necesitaremos una mirada larga capaz de ayudarse de puntos cardinales. Esa mirada es la misma que los niños nos regalan cuando juegan. Para ellos no existe nada más que el paso que dan ese momento, es ahí donde se esconden las respuestas, absolutamente todas.
1 comentario:
Bravo! Ahí empieza la salud, la personal y la social. Saludos
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