Foto: Chris Hadfield desde la estación espacial internacional esta semana. Campos de arroz japoneses helados.
El ser humano es un ser vivo. Para tener conciencia de salud y bienestar necesita sentirse vivo. A veces lo olvida. La dinámica social moderna, basada en la prisa y el ruido favorece la pérdida de contacto con uno mismo, con nuestros sentidos, con nuestras necesidades. La pérdida de conciencia nos hace comportarnos como seres autómatas que repiten patrones y rutinas una y otra vez. En un proceso de deshumanización que le viene muy bien al sistema productivo en el que nos hayamos inmersos. La vieja filosofía del pan y circo sigue gozando de plena vigencia. Estas dinámicas son enfermantes, generan enfermedades lentas, crónicas, grises y pesadas que no limitan del todo la capacidad productiva del sujeto pero despojan su vida del color y la sonrisa.
Un ingrediente fundamental para revertir esta situación es el asombro. Esa capacidad que suelen tener los niños pequeños de forma natural y que les hace maravillarse ante tantas cosas. El asombro es una sacudida de conciencia, una experiencia que permitimos entrar dentro de nosotros y que resuena con fuerza en nuestro interior, atravesando todas nuestras indiferencias. Nos hace sentir vivos por un momento, nos hace sentir que todo es posible. Nuestros ojos se abren, nuestra boca se abre, la cara se relaja y un sentimiento de alegría surge... asombroso.
El asombro es un toque de color sobre un cuadro gris. Cuando ya nos lo sabemos todo, cuando ya nada nos impresiona... relegamos la capacidad de asombro al trastero de nuestra vida y perdemos con ella la posibilidad de lo increíble.
La propuesta sanadora de hoy es bajar al trastero y rescatar la sencillez del asombro. No hay que hacer nada extraordinario. Tan solo detenerse un momento y observar. La textura del pan tostado del desayuno en la boca, la caricia del agua de la ducha en el cuerpo, la suavidad del aire al entrar hasta lo más íntimo de nuestro cuerpo, la sensación de brisa cuando emitimos una sonrisa, la delicadeza de una mandolina, la belleza de dar las gracias, el gozo de escribir una carta a alguien que queremos...
La enfermedad es una maestra del asombro. Nos recuerda el valor de la capacidad que embota. En un resfriado el poder respirar tranquilamente con la nariz, en una lumbalgia el valor de sentarse sin dolor, en una depresión la posibilidad de sentir alegría...
No hace falta esperar a que la enfermedad aparezca para asombrarse. La vida está llena de posibilidades increíbles, muchas muy increíbles. Tan solo hay que detenerse un momento y darse cuenta.
Estamos rodeados de belleza y asombro.
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