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martes, 16 de julio de 2013
Relatos de verano: granja de pacientes
Me costó mucho creerlo. Llevaba sospechando que algo no funcionaba en el sistema sanitario, había oído cosas, pero no podía imaginar que me tocaría a mi vivirlo.
Mi madre llevaba tiempo con cierto malestar que nadie en la familia tomó en serio, habida cuenta la enorme lista de quejas con las que nos solía bombardear a todas horas. El problema dio la cara con aquellas hemorragias que al médico de cabecera no le gustaron nada. Nos recibieron en el hospital al mes y medio con la cita preferente que nos facilitó don Julián. Un joven doctor con cara de circunstancias extendió los volantes para una prueba de imagen y unos análisis, volvimos a consulta un mes después, la expresión de la doctora no dejaba lugar a dudas, algo no iba bien. Mi madre preguntó qué tenía y la respuesta fue "tiene mala pinta, tendremos que abrir" ante lo que no hubo más preguntas. El preoperatorio lo hicieron la siguiente semana y en una quincena nos llamaron para ingresar. Un cirujano al que no habíamos visto nunca nos saludó esa mañana de otoño, dándonos ánimos en una breve visita en la habitación. A las doce la bajaron al quirófano, tardaron 4 horas. Al volver a la habitación estaba muy dolorida, el residente de guardia, tras dar mucho la tabarra a las enfermeras, terminó pasándose cinco minutos para subirle un poco los calmantes. No sirvió de nada. El resto del fin de semana fue un infierno. Ninguno de los residentes de guardia consiguió aliviar el intenso dolor de mi madre, hasta el lunes que cambiaron a otra medicación. No veíamos el dia de salir del hospital, aceptamos el alta lo antes posible y pese a los dolores y la persistencia de los sangrados llegar a casa fue un alivio para todos. Lamentablemente las visitas al hospital se hicieron más frecuentes. En dos semanas nos dieron los resultados de la biopsia y nos cambiaron de servicio, ya no tendríamos que seguir viendo cirujanos, en total creo que nos atendieron unos 15, ahora pasábamos a oncología. Allí las cosas no fueron mejor, cada dia había un médico distinto. Mi madre ya no preguntaba nada, su silencio delegaba toda la responsabilidad de decisiones en sus hijas, y de las tres en mí que fui la que de alguna forma me hice cargo. Las siguientes semanas iniciamos quimioterapia, con visitas dos veces por semana durante mes y medio. Fueron muchas horas de espera en salas llenas de personas con enfermedades graves y rostros tensos. En ese tiempo nos solíamos fijar en todos los detalles, la limpieza del piso, el humor de las enfermeras, la cara de cansancio del médico saliente de guardia o la elegancia de los representantes farmacéuticos, siempre de punta en blanco. Aquella mañana nos recibió un médico nuevo, un jefe de sección. Con mucha delicadeza nos fue haciendo un resumen de lo que habían hecho por nosotros en los últimos meses para concluir que el problema no estaba vencido, pero con un plan de radioterapia intensiva y una nueva cirugía teníamos posibilidades. Pregunté cuántas posibilidades, lo que irritó sobremanera al especialista, que sin contestar dirimió la reunión con un nuevo volante a radioterapia. De los diez oncólogos que nos atendieron, este último fue el más claro, lástima que no consiguiéramos entendernos bien.
Las semanas de radioterapia fueron duras, el aparato se averiaba cada dos por tres por lo que la experiencia se prolongó. Mi madre ya no podía andar y dependíamos de la ambulancia para los traslados, lo que significaba más horas de espera, sobre todo a la vuelta. Se nos hacía duro esperar en aquellas salas de ambiente maliciento ya con el tiempo frío del invierno en puertas. Quedaban pocos días para la nueva cirugía, mi madre estaba muy débil y acercándome la cabeza a su boca me susurró: "no quiero ir más al hospital, no quiero ir más a esa granja de pacientes". No pude evitar que la imagen de una gran nave de pollos viniera a mi mente, cientos de miles de pollos hacinados en naves inmensas que vi meses atrás en un documental. Mi madre no quería estar ahí, su dignidad se lo impedía, ya no le era posible aguantar más. Hablamos con don Julian que programó una visita semanal desde ese momento haciéndose cargo del tratamiento paliativo que garantizara a mi madre un final sin dolor y con las menores inconveniencias.
Murió rodeada de su familia diez días después, en su casa, en campo abierto.
Relato inspirado en post homófono de Juan Irigoyen
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