La humanidad se va ganando a medida que nos vamos dejando la piel en el intento. Miro en silencio a los que se llenan la boca con discursos que anuncian cómo salvar el mundo. Observo las volutas de humo ascender lentamente. Aguanto ese olor a tabaco de la autocomplacencia y al final, cuando marchan con caras satisfechas, respiro profundo dando gracias por la paz que regala su ausencia.
Mientras más cicatrices mayor conocimiento tenemos de aquello con lo que nos vamos golpeando. Eso nos dota de más humildad y capacidad para entender. Solo quien ha muerto varias veces y ha regresado luego es capaz de ponerse en los zapatos de quien cruza un abismo y pierde pie. Los demás solo pueden mirar en la distancia pero les estará vedado el arte del consuelo.
Qué pena el desperdicio de tanto sufrimiento, con lo que cuesta atravesarlo y lo poco que aprendemos del mismo por caminar cargados de despiste. Qué pena el repetir la asignatura por haber acudido al examen la boca llena de tranquilizantes y de antidepresivos. No nos conseguimos enterar y repetimos vida, o bien mirado muerte que viene a ser igual pero en un tono sepia y desvaído.
Por todas estas cosas me gusta conversar con Angelita cuando al final del día entra en consulta a recoger las papeleras. Bastan un par de frases para dotar de sentido una jornada que dejó la estancia llena de restos de naufragio. Ella los retira con su eterna sonrisa colocándolos con mimo en su carrito, una muñeca rota, unas velas ajadas, un vestido de novia, encima de la silla una mano olvidada. Contemplo sus evoluciones con asombro, humanidad era eso, dejar la sala limpia de dolor, perfumada de pino para poder mañana intentarlo de nuevo.
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