Los
profesionales de la salud no somos inmunes al dolor. El sufrimiento de
nuestros pacientes y de los lugares en los que trabajamos dejan huella.
Cada cual trata de defenderse como puede predominando las conductas de
huida y de separación que tiñen de frialdad y falta de contacto humano
los cuidados.
Nadie nos enseña explícitamente a
bregar con el sufrimiento. Lo vamos aprendiendo por imitación de las
personas cercanas que nos rodean y de nuestra experiencia personal.
La
literatura y las bellas artes están llenas de historias desgraciadas
que los artistas plasman para que virtualmente nos acerquemos a esas
realidades ardientes que tanto nos asustan. También las tradiciones
espirituales tratan de acercarse a los misterios de la muerte y el
sufrimiento humano proponiendo caminos. Hay que reconocer que no nos
faltan testimonios, la historia de la humanidad está teñida del negro
tinte de un sufrimiento que al final también nos termina alcanzando.
Cuando
enfermamos o atravesamos una crisis vital experimentamos angustia. Los
encargados socialmente de recogerla y atenderla son los profesionales de
la salud que paradójicamente están excelentemente formados para atender
las dimensiones biológicas del dolor pero no las demás.
Señalar
este hecho es importante para todos. Para los sanitarios por abrir la
posibilidad de reflexionar y mejorar su consciencia y habilidades.
También para la sociedad que aun no sabe bien qué hacer con tanto
sufrimiento.
En el libro Diario de un Médico Descalzo profundizo este tema para abrir un espacio de reflexión común y
toma de consciencia. No es posible que una sociedad delegue el manejo
de algo tan delicado e importante en un estamento especializado. Es
labor de todos acoger, acompañar y asistir el sufrimiento propio y el
ajeno.
Recordar que es posible sufrir menos da
esperanza. Merece la pena plantearlo, a nadie le gusta padecer de más.
Cuando en consulta acompaño procesos difíciles suelo señalar la libertad
que todos tenemos para manejar mejor la dificultad o para bloquearnos e instalarnos en
ella. Es frecuente que cuando algo nos preocupa nos atemos a ello hasta
el punto de no ser capaces de pensar en otra cosa. Eso nos lo hace pasar
mal, entramos en espirales de malestar en las que perdemos el control.
Aprender
a soltar, aceptar, tranquilizar y reparar el daño es un bello proceso
al que estamos todos invitados. Los sanadores en primer lugar, por la
responsabilidad que tenemos hacia los demás. Pero no podremos hacerlo si
no empezamos con las propias heridas. A fin de cuentas todos tenemos
cicatrices y estamos rodeados de otros que también las tienen y nos
piden ayuda.
Hace falta que la sociedad sane.
Para ello será necesario que cada cual mejore su capacidad de sanación.
Relacionarnos mejor con nuestro sufrimiento es la piedra maestra del
arco, también la más desatendida. Sin ella no se sostendrá la bóveda con
la que tratamos de protegernos de la intemperie de la vida con sus
heladas y tormentas.
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