Foto de Kirtap Novar
Es frecuente querer escapar.
Pregunten a cualquiera si le apatecería marchar lejos de vacaciones. Miren sino
cómo van las carreteras que salen de la ciudad los fines de semana. Algo nos
dice que estamos atrapados y es necesario huir. Una parte animal primitiva y no
totalmente anestesiada nos avisa de que no estamos bien. Hemos estabulado
nuestros instintos y deseos. En lugar de querer trotar libres por los campos,
coger manzanas de lo árboles o perseguir la lozanía de un congénere decidimos
meternos en edificios de oficinas, ganarnos un jornal y dedicarlo a pagar la
hipoteca o comprarnos un coche. Cualquiera que nos vea en la distancia se dará
cuenta de que nos han estafado. Por eso soñamos con huir. Un piloto rojo sigue
avisando en nuestros sueños animándonos a irnos lejos, a dejar todo atrás. En
ocasiones conseguimos escapadas parciales. Usamos el tiempo reglamentario de
vacaciones para hacer un viaje real o para retirarnos al silencio y la belleza
de la naturaleza sin caer en las trampas del turismo activo que nos mantiene en
la misma tempestad de movimientos con que nos condena inmisericorde la ciudad.
Lo habitual es caer en estas trampas que disfrazadas de viaje nos obligan a
adoptar la mecánica mercantilista del touroperador de turno, el ritmo aciago
del megacrucero o la ciudad de vacaciones que es exactamente igual a la nuestra
pero con playa y chiringuitos.
La verdadera huida, el verdadero
escape, no está muy lejos. Consiste en abrir los ojos y mirar con atención de
nuevo. Consiste en resituarnos colocando bien los dos pies en el suelo.
Consiste en darnos cuenta de quién somos y qué es lo que realmente queremos. Es
cierto que no es fácil, rodeados como estamos de tanto ruido, publicidad,
anuncios y esa terrible agitación que parece amenazar el universo conocido.
Pero también que es potencialmente accesible a todos. No se precisa dinero, ni
formación exclusiva ni de llave o tarjeta de crédito. Tan solo de parar y
contemplar con plena atención tanto el mundo que nos rodea como a nosotros
respirando. Hay mucho poder en tomar conciencia de la respiración. Algo tan
sumamente simple es quizá lo más valioso que tenemos. Tape un instante con su
mano los orificios de su nariz y sabrá de qué hablo. Recuperar nuestra respiración
nos ayudará a recuperar nuestro propio ritmo, nuestro pulso, nuestra calma
natural inherente. Todo estaba ya ahí: la paz, la tranquilidad, el equilibro,
el sosiego, la armonía y el gozo. Es verdad que tapado por capas de agitación,
prisa, tensión, agotamiento y zozobra. Por estratos de cosas por hacer, músicas
de fondo y gritos y empujones. Soplar sobre esa pátina de polvo para recuperar
la superficie impoluta de nuestra alma nos ayudará a volver a nosotros mismos
en lugar de a seguir escapando de nuestro propio hogar. La verdadera salud está
por aquí. No hace falta mucho para volver a ella como ven, pero no lo tendrán
fácil, muchos querrán venderles cosas innecesarias que no necesitarán comprar
si son soberanos de si mismos. Merece la pena perseverar. Somos libres para
vivir como reyes de nuestro propio reino o como esclavos en tierras ajenas,
elijan bien.
Muy buen post, Salvador. Yo suelo hacer un rato de meditación antes de entrar a trabajar, sobre todo cuando tengo guardia. Y no es nada complicado como tú dices: simplemente sentarte en un lugar cómodo, con la espalda recta y concentrarte en la respiración. Y se puede hacer prácticamente en cualquier lugar y en cualquier momento, a pesar del ruido y la furia que nos rodea.
ResponderEliminarUn abrazo.