Era más de Pérez Reverte que de Javier Marías, más de Manuel Vilas que de Fernández Mallo. Los frecuentaba a todos pero tenía sus gustos. Por eso se alegró sobremanera cuando los descubrió juntos creando una nueva posibilidad de hacer literatura. Sabía por experiencia que eso de la cultura es construcción difícil. Se requieren muchos ladrillos, materiales y planos. Se precisa de tiempo y de paciencia, de soledad y maestros. Había nacido en una tierra en la que esas habilidades carecían de valor, no porque no lo tuvieran sino por la eterna desidia de muchas generaciones de altos dignatarios más amantes de permanecer en sus sillones que de cumplir con la responsabilidad debida. Aquel grupo de paladines de la palabra escrita sabían que hay que hacer todo lo posible para que estas lleguen a la gente. Unos lo decubrieron por azar, otros con dolor, la mayoría con lágrimas. Porque cuando se toma conciencia de que la urdimbre que nos sostiene está trenzada de semántica no podemos obviar la poesía que inunda nuestro sueño y la prosa que abre nuestras vigilias. Compartió con los suyos este descubrimiento, esa tierra lejana que decidieron llamar Zenda y cuando al caer la noche se guareció en la intimidad de su cuaderno escribió con su pluma:
Sé que eres tú
la que conforma el yo
bella palabra.
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