La enfermedad es un desierto. Nos obliga a salir a la intemperie de nosotros mismos, a exponernos a lo no deseado, a dejar por un momento nuestras armaduras y protecciones.
Por otro lado toda dificultad vital encierra la posibilidad de adquirir una nueva manera de ver las cosas. La única forma de dejar de sufrir pasa por superar la identificación con el contenido de la conciencia que nos produce desazón. Una sola respiración separa el cielo del infierno, una sola respiración nos permite volver a nuestro jardín siempre que lo deseemos. Ese jardín lo han cantado místicos y poetas, sabios y locos, aquellos que se han atrevido a salirse de la tiranía del ego que nos obliga a circular una y otra vez alrededor de las enormes piedras que en la vida nos hacen tropezar.
Recordar que todo desierto encierra su jardín, toda sequedad su oasis de agua, es una manera de sanar. Hay cosas que no podemos cambiar, pero rescatar la posibilidad de conectarnos con nuestra propia y profunda paz es una certeza. En el hospital o el centro de salud no le hablarán de esto, por eso me tomo la libertad de escribirlo aquí.
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